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Turismo y naturaleza

Así es el antiguo santuario romano desde el que se dominan las rías de Vigo y Pontevedra

Primitivo faro de fuego y fe, el monte acoge una de las mayores colecciones de altares votivos romanos de la Península

Monte do Facho. Turismo de Galicia

En lo alto de la Costa da Vela, el Atlántico esculpe, desde siempre, uno de esos acantilados tan gallegos, en los que las rocas no se precipitan en un corte, sino que descienden suavemente, buscando perderse entre las aguas.

Ahí, en la parroquia de O Hío (Cangas, Pontevedra), se alza el Monte do Facho, un lugar con historia, como casi todos, pero sobre todo con vistas, con una fotografía eterna que domina las rías de Vigo y Pontevedra. A un lado, las Cíes, al otro, Ons. Y entre ambos archipiélagos, el azul oscuro del océano.

Pero este monte no es sólo un espectáculo paisajístico: resulta también un lugar de memoria y de fe, un antiguo santuario romano que guarda siglos de historia bajo su manto de hierba y piedra.

Situado en el extremo occidental de O Morrazo, el Monte do Facho se eleva a 184 metros sobre el mar. Su perfil aislado y su altura le confieren una posición privilegiada, desde la que se domina buena parte del litoral sur gallego. A sus pies se extiende un mosaico de marismas, bosques y arenales, coronado por los acantilados abruptos de la Costa da Vela.

Esta localización no pasó desapercibida para los antiguos. Fue punto de vigilancia, de culto y de asentamiento. Incluso hoy, la silueta del monte continúa sirviendo de referencia a navegantes, senderistas y visitantes que buscan un contacto directo con la historia y la naturaleza.

El facho: faro, señal y símbolo

Coronando la cima se encuentra una pequeña garita de piedra del siglo XVII. Se trata del facho, palabra gallega que significa antorcha. No en vano, desde aquí se encendían fuegos de aviso para alertar de ataques por mar. Su construcción sirvió como puesto militar al tiempo que consolidó un nombre que conecta lo funcional con lo mítico.

La estructura, restaurada y bien conservada, recuerda la importancia estratégica de este lugar. Desde la misma, uno puede imaginar a los centinelas vigilando el horizonte, atentos al menor indicio de peligro.

Monte do Facho. Turismo de Galicia

Pero la historia del Monte do Facho es mucho más antigua. En sus laderas y cumbre se hallan los restos del castro de Beróbriga, uno de los asentamientos castrexos más importantes de Galicia. Ocupado desde la Edad del Bronce hasta el siglo I a.C., fue hogar de los galaicos del sur, que levantaron aquí murallas, viviendas circulares y espacios comunales.

Con la llegada de Roma, el lugar adquirió una nueva dimensión espiritual. En época imperial, entre los siglos III y IV d.C., se convirtió en un santuario dedicado al dios Berobreo, una deidad galaica asociada a la salud y la protección. Se han encontrado hasta 174 aras votivas -altares de piedra- dedicadas a esta divinidad, en lo que constituye una de las mayores concentraciones de exvotos de este tipo en la Península Ibérica.

Los fieles subían hasta la cumbre portando sus altares, que colocaban mirando al mar. En ellos grababan una sencilla oración: “Deus Lari Berobreo aram posuit pro salute” (“Al dios Berobreo se erige este altar por la salud”).

Paisaje y legado

Hoy el monte sigue siendo un lugar sagrado, aunque ya no se le rinde culto a Berobreo. Los visitantes ascienden desde Donón entre matorrales, cruzándose con los restos del castro, con grabados rupestres y con vistas que cortan la respiración. Al llegar a la cima, junto a la garita, no hay quien no sienta algo especial.

El yacimiento está musealizado, con pasarelas de madera y paneles que ayudan a imaginar el pasado. Parte de las aras se conservan en los museos de Pontevedra y Vigo, pero el espíritu del lugar permanece ahí, entre las rocas que una vez fueron altar.

A fin de cuentas, el Monte do Facho es un símbolo de esa Galicia ancestral, que fue castro, templo y torre de vigilancia, pero que resulta, sobre todo, un espacio en el que la historia se respira. Hoy, como hace dos mil años, uno puede sentarse en la cumbre al atardecer y contemplar cómo el sol se hunde en el mar. Y, por un instante, sentir que el tiempo no pasa, sino que simplemente se posa sobre este monte sagrado.