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La “princesa roja” que venció el coronavirus
Ser princesa, decía, es recibir un don con el que hay que hacer algo, con empatía y jamás con vanidad
Conocí a María Teresa de Borbón-Parma en Palermo en noviembre de 2018. Yo daba una conferencia en el palacio real de esa ciudad, en el marco del ‘Convegno Internazionale di Studi Farnesiani e Borbonici’. Tuve ocasión de comer y cenar a su lado y comprobar su vitalidad y claridad de ideas. Me trató desde el primer momento con gran familiaridad y, sobre todo, con una desbordante alegría y afecto. Era muy culta. No en vano fue profesora de las universidades de La Sorbona de París y Complutense de Madrid. No compartíamos opiniones, especialmente sobre el carlismo, pero su manera de escuchar las mías manifestaba un respeto que a veces echamos en falta en personas menos cultivadas y de menor rango social.
Era, me decía, una cristiana de izquierdas. Se sentía y era española desde 1981, a pesar de haber nacido en París. Doctora en ciencias hispánicas y en sociología, estaba convencida del papel ejemplar que la realeza debe ejercer en la vida pública. Ser princesa, decía, es recibir un don con el que hay que hacer algo, con empatía y jamás con vanidad. En ella se reunía la sangre de los Borbón-Parma, duques de Parma, Piacenza y Guastalla hasta la unificación italiana, y la sangre, también francesa, de los Borbón-Busset, rama de esa Casa procedente de Luis de Borbón, príncipe-obispo de Lieja, siendo los únicos capetos que no descienden de Enrique IV de Francia, el antepasado favorito de María Teresa.
Fue presidenta del senado académico del Studium Accademia de Casale y Monferrato, creadora del Premio Internacional María Teresa de Borbón Parma. Su padre, el príncipe Javier de Borbón-Parma, prisionero en el campo de concentración de Dachau, fue nombrado por el último jefe de la dinastía carlista, don Alfonso Carlos de Borbón, fallecido en Viena en 1936, regente del carlismo. Años más tarde don Javier se proclamó rey carlista de España abdicando de tal condición en 1975 en su hijo, y hermano de doña María Teresa, don Carlos Hugo de Borbón-Parma, duque de Parma y Piacenza. María Teresa había recibido el título de condesa de Poblet, en recuerdo del famoso Real Monasterio de Santa María de Poblet, panteón de los reyes de Aragón, condes de Barcelona.
Recuerdo que me contaba que había sido educada muy tradicionalmente por las monjas del Sagrado Corazón y de lo estricta que, en materia religiosa, era su tía y madrina la emperatriz Zita de Austria, hermana de su padre, con quien no coincidía en esas cuestiones. Algunos la llamaban la “princesa roja”, emulando así el apodo que recibieron otros príncipes europeos de izquierdas, como Guillermo de Austria, Jerónimo Napoleón Bonaparte, conocido como “Plon-Plon”, o el propio Felipe de Orleáns, “Felipe Igualdad”. María Teresa conoció y trató a Arafat, “era propalestina”, Hugo Chávez, Mitterrand o Malraux. Y era tan experta en México como en el Magreb. Autora de ‘La clarificación ideológica del partido carlista’ (1979), desarrolló siempre una actividad de izquierdas, apoyando el “socialismo autogestionario” propugnado por su hermano Carlos Hugo e inspirado en la Yugoslavia de Tito. Cuando oía críticas de sus iguales de la realeza recordaba que “cuando una especie está a punto de extinguirse los individuos que la componen miran con malos ojos a quien toma iniciativas”. Mujer independiente, original, amante de la libertad, de la música y de conversar, la recordaré siempre con su amplia e inteligente sonrisa. Descanse en paz.
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