Artistas
Rosa Benito y Amador no se dirigen la palabra
Decepcionante: al final no se produjo el anhelado y esperado reencuentro tras ocho meses –desde la última Navidad, que acabó en bronca– entre Rosa Benito y Amador Mohedano, que aún no es su ex. La muerte del tío Antonio, auténtico patriarca del hoy desajustado clan chipionero, parecía lógica y hasta comprensible justificación para la reunión entre la televisiva, tan efectiva y resistente a todo tipo de golpes –por otro lado, mejorada físicamente desde que no hace vida marital: todo empezó con «Supervivientes», más que un concurso pues cambia vidas, muda destinos, abre horizontes y hasta mejora la piel, como si pasaran por las manos de Maribel o Miriam Yébenes, que tanto monta–, y su ex. El «tito Antonio» era un verdadero padre de la única Rocío Jurado de la familia, su segunda hija, y se había hecho cargo de los tres huérfanos, Rocío, Gloria y Amador, a la muerte de su hermano, zapatero. Hermano de aquella paciente Rosario que tanto controló y empujó a su hija, una silente «mamá del artista» tan habitual en otra época con abundancia de folclóricas. La de Estrellita Castro se hizo famosa por sus salidas de tono, ya no digamos la de Isabel Pantoja, sufriente doña Ana. Crearon escuela, estilo y hasta clase social. «La mamá del artista» fue referencia obligada de una época que Nieves Herrero recrea en el libro sobre los amores de Serrano Suñer, «cuñadísimo» de Franco, con la casada marquesa de Llanzel, musa e íntima de Balenciaga. Panadero de profesión, era una institución en el pueblecito gaditano que vio nacer y aspirar a Rocío, criada con afanes y penurias bajo la tutela amorosa del «tito Antonio» que, así es la vida, tuvo un derrame cerebral a la muerte de su sobrina. No pudo superar la tristeza y así aguantó durante siete años, cuidado por sus tres hijas.
Rosa no necesitó, más que esta defunción para presentarse en Chipiona en medio de morbo, expectación y curiosidad latente durante todo el fin de semana, expectación acrecentada al saberse que en la iglesia parroquial su aún marido no la saludó porque ocupaba uno de los asientos de la última fila y a Rosa la situaron con su cuñado José Antonio entre los reservados a la familia, en las primera filas. Creyeron que todo sería más tarde, durante una cena en el chalé de mi abuela Rocío construido por la cantante en homenaje a su abuela. De ahí salió en coche de caballos para casarse con Pedro Carrasco revestida con un traje de los Herrera y Ollero en piqué blanco con tres volantes y una cola aflamencada, nada que ver con el espanto con que la semidisfrazó el gaditano Tony Ardón al unirse a Ortega Cano en la ya histórica Yerbabuena. Para ella ideó –más bien disparató– un modelo con mantilla goyesca muy ajustada a la frente que aumentaba la enorme cara de la Jurado, esa que siempre hacía exclamar –o más bien lamentar– a Lola Flores: «¡Cómo se puede tener una cara así!», y eso que eran íntimas.
Rosa se aposentó en casa de su cuñada Gloria esperando el reencuentro y la conversación marital con explicaciones o justificando su actuación de pasividad. Ninguno quería dar el primer paso. «¿Será a las diez?, ¿saldrá todo bien?, ¿volveré a Madrid reconciliada?», eran las inquietudes de la tertuliana de «Sálvame», tan experta en contar dramones propios. Pero no hubo charla ni encontronazos. Sólo se vieron a distancia en iglesia y cementerio, cada uno en un extremo, y mañana «¡Hola!» publica hasta ocho fotos de cómo acrecentaron lejanía en el camposanto. Quizá el dolor les cortó retomar la felicidad.
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