Acoso a los políticos
La «hiperdemocracia»
Muchos jóvenes han pasado de la pasividad a tomar la calle por cualquier motivo, incluso para exigir más horas de fiesta en el día del Orgullo Gay
El español protesta mucho pero denuncia poco. Se queja en el bar, o gritando a la luna, pero no suele reclamar sus derechos. Se indigna, como el castellano viejo, de piel hacia adentro, pero antes revienta que levantar la voz contra cualquier tipo de autoridad o institución. Hasta el 15 de mayo pasado. En ese momento, muchos dejaron de «implosionar» para «explosionar». ¿Qué gota derramó el vaso de nuestra sed de acusación, atesorada?
Esa furia reivindicativa, ha ido acrecentándose y no se arredra ante nada: igual sirve para sintetizar el desencanto hacia la clase política, que para impedir el ejercicio democrático en el Parlament de Cataluña o invadir el espacio privado del alcalde Gallardón para exigirle ampliar el horario de la fiesta del Orgullo Gay. ¿Qué nos ha ocurrido? «Vamos a tomar la calle ya que no podemos tomarnos unas cañas», resume Clarisa Hernández –psicóloga con experiencia en el ámbito de la intervención social–, es decir, lo que hay en común es que seguimos en la calle. ¿Para qué? ¿Hay una valoración, una reflexión, un saber cómo estábamos antes, ahora, y qué objetivo tenemos para después? «Me temo que no, es como una pataleta; existe queja porque se ha llegado a un límite y puede que sea contagiosa».
Continuando ese mismo hilo, José Luis Romero, filósofo y terapeuta, matiza: «La experiencia real del ejercicio público y colectivo de la libertad de expresión, hasta ahora anestesiado por unas condiciones sociales que ni siquiera contaban con tal ejercicio, es contagiosa y, en casos puntuales, embriagadora, haciendo así comprensibles los excesos, que –debe subrayarse– no pasan de ser esporádicos, propios de un movimiento pendular, máxime cuando el punto de partida presenta tan notorios defectos».
Para el politólogo José A. López, «la calle ha respondido al fracaso manifiesto de la política –entendida como mecanismo de expresión de las ideas divergentes y la soberanía popular–. Pero, claro está, ha sido provocado por un fallo encadenado de todos los órganos de representación en un sistema democrático: partidos, sindicatos, agrupaciones civiles, asociaciones de barrio, al no haber alternativa, en este bipartidismo imperfecto, cada vez más gente que ya era comprometida, ha quedado autoexpulsada del sistema. Y ¿qué queda entonces? La protesta popular. Pero evidentemente tiene sus límites, que son el respeto a la diversidad y la divergencia de criterios».
No es una «primavera árabe»
Nadie cree que tenga vinculación con la «primavera árabe: «Se trata de una crisis galopante de nuestro sistema político, económico y social que busca otros cauces de expresión –agotados los existentes–. Es una explosión popular, no dirigida, en un torrente mancomunado, que aúna voluntades. No veo contagio africano. Las revoluciones árabes tienen poco de espontáneo –el tiempo lo dirá– y ésta sí lo parece», concluye el politólogo.
La cuestión es, por qué se ha tornado esta recién estrenada intención de protesta «educada» en formas más agresivas de expresión. «Porque el malestar–explica Clarisa Hernández– tiene dos salidas: hacia adentro en forma de culpa y ansiedad o hacia afuera, bajo la apariencia de recriminación y reproches que bien pueden convertirse a nivel social en acciones protesta. Como sociedad, podemos estar viviendo el malestar de un neurótico cuando pasa del carácter pasivo al agresivo. Ninguno de los dos se considera comprometido con el yo ni con las necesidades individuales».
La «credibilidad» de las primeras acciones podría estar a punto de romperse, en tanto que un segundo grupúsculo ha desestimado las expresiones de carácter pacífico a las de explosión «neurótica»: satisfacción inmediata de sus deseos, sin poner las bases para reivindicar el problema. «Estos segundos subgrupos ya no son quienes sintetizan la frustración general del resto –aclara el sociólogo y psicólogo Antonio Martín–. Los ‘‘indignados'' son un movimiento que puede aglutinar el inconsciente de cada persona, simbolizar nuestro deseo de utopías inalcanzables y de sueños de futuro mejor... Los "otros"colectivos que se han salido de madre, intentan hiperdemocratizar lo inviable –como el derecho a necesidades lúdicas, que no es tal. Los "escindidos", están poniendo en peligro el progreso, el crecimiento y desarrollo personal, que los otros están intentado lograr».
Los «Cojos Mantecas»
Entre unos y otros hay diferencia: «El movimiento 15-M pide un desarrollo mayor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y un abandono del servilismo a los mercados y su corrupción –sintetiza Antonio Martín–. Y lo ha hecho de forma pacífica». Los otros– quienes sean– simbolizan al remoto «Cojo Mantecas», que se sumaban al rebufo de manifestaciones y protestas legítimas. Infringir la ley, cortar el tráfico, impedir la entrada de un diputado a parlamento para un acto democrático, desvirtúa todo y supone subirse a un «carro» que no es el suyo. No hay derecho a todo, hay derecho consensuado a no violar los derechos de los demás.
Decía Doris Lessing que los países que no están preparados para adoptar y transformar los mensajes que llegan de la calle, están, irremediablemente abocados al fracaso. Escuchemos a la calle pero, al tiempo, que la calle asuma quien quiere escucharla.
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