Crítica de libros
Niebla con gabanes (VI)
Pasaron más de treinta años desde mis días como marinero de reemplazo y todavía recuerdo casi sin errores la Salve Marinera, el himno de la Armada y aquella oración militar que entonábamos formados en la explanada frente al mar, en medio de la oscuridad, casi dos horas antes del amanecer, mientras iban saliendo de la niebla todos aquellos elegantes marinos con sus gabanes oscuros, sus guantes de cuero negro y los rostros encaramados como hologramas en la elegante leontina de sus impecables bufandas blancas. Fue durante mi permanencia en la Armada cuando aparecieron en mi personalidad los primeros brotes de una tendencia depresiva que se repetiría luego con creciente gravedad varias veces a lo largo de mi vida. Una noche desistí de presentarme en el comedor a la hora de la cena, me senté en un banco de madera frente a la cartería recién cerrada y escribí una carta para que mis padres conociesen por mi propia letra los confusos motivos por los que había decidido suicidarme saltando al agua entre los cascos de dos destructores abarloados en el arsenal. Nada más pasarle la lengua a la goma del sobre con la carta dentro, se presentó de ronda en la cartería un alférez de navío. Me preguntó qué hacía allí a aquellas horas y por qué diablos no estaba cenando con los otros marineros. Le dije que me encontraba triste y desesperado, que no sabía cuál iba a ser mi sitio en el mundo y que estaba convencido de que había venido al mundo sólo para que mi puta barba no le saliese a otro tipo en su cara. Se me había metido en la cabeza que mi novia había aprovechado mi ausencia para liarse con otros hombres y que seguramente estaría pariendo críos uno tras otro en una granja de pollos. Me invitó entonces a que le acompañase en su ronda reglamentaria por las silenciosas dependencias del cuartel. Era un tipo alto y delgado, con unos modales en los que era evidente la elegancia adquirida Escuela Naval Militar de Marín. «¿En serio pensabas suicidarte, marinero?». «Sí, señor. Me gusta escribir y la muerte es lo más imaginativo que se me ocurre desde que estoy aquí». Nos detuvimos en lo alto de la escalinata central del cuartel. En el vestíbulo se amontonaba como sarro amarillo la luz de los fanales. Entonces aquel tipo me dijo: «Rompe esa carta, muchacho, y olvida que la has escrito. Mi ronda acaba aquí. Ahora entra en el comedor, siéntate con los otros marineros y piensa que cuando escribas de nuevo a casa no habrá en tu letra el menor rastro de la tristeza de esta noche. Jamás te suicides estando en la Armada. Te lo digo porque no recuerdo un solo cadáver al que le sentase bien el uniforme de la Marina». Iba a saludarle con pero estrechó mi mano sin que acabase de cuajar mi gesto. «Entiendo que se te atragante la mili. Pero, ¿sabes, marinero?, no olvides que en cualquier caso la muerte es demasiado tiempo de uniforme»…
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