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Túnez

Ética o política

La Razón
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Hemos llegado al extremo de que conceptos como ética y política pueden parecerles a algunos incompatibles. Las democracias occidentales optaron a menudo por la teoría del mal menor, por la práctica o la praxis o la realpolitik, que, si no lo fuera, acabará convirtiéndose en más que real. En la globalidad existen múltiples males inherentes a las diversas sociedades en cada una de las partes en las que acostumbramos a dividir el orbe. Si en Castilla se decía que no había trigo limpio, en Cataluña se aseguraba que no existía un palmo limpio. Ya J.P. Sastre escribió una obra teatral, que tal vez convendría recuperar: «Las manos sucias», porque nadie es del todo inocente. El ser humano acostumbra a ensuciárselas por múltiples razones, real y metafóricamente. De ahí la higiene, que no nos resulta extraña en lo cotidiano, pero es más dudosa en otros aspectos. Europa, los EE UU y el resto del orbe necesitan petróleo todavía, pese a las energías renovables y las centrales atómicas que conforman otro tema. Todos los países en desarrollo o desarrollados lo requieren aún, pero su extracción resultará cada vez más costosa y sus depósitos son finitos. Oriente Medio sigue en manos de dirigentes de no muy buena reputación, pero ahí está uno de los centros petrolíferos, de oro negro, que es el que ahora mide riquezas. Las compañías occidentales acostumbraban a mirar hacia otro lado en los negocios del crudo. Sus gobiernos creían que podrían controlar situaciones que ahora observan que se les están escapando de las manos. No sé si Berlusconi, tan denigrado por su intensa y poco edificante vida sexual, sería capaz ahora de besarle otra vez la mano a Muamar Gadafi como hizo en su momento y recogen las imágenes.

De pronto, aquel incidente que se produjo en Túnez se ha propagado como reguero de pólvora por una zona de la que dependemos y, al margen de los gabinetes de crisis, tal vez convenga admitir que no hubiera venido mal algo más de ética en relación con los pueblos árabes y menos consideraciones con sus sátrapas. Algunos de ellos se han convertido en detentadores de las mayores fortunas mientras sus gentes siguen siendo de las más pobres del planeta, si descontamos el África negra. Porque también allí olvidamos la ética cuando admitimos, como declaró hace unos días Bono, que es más lo que nos une que lo que nos separa de aquella Guinea que fue colonia española hace años y, desde entonces, ha ido pasando de una dictadura sangrienta a otra. El tema de los derechos humanos se ha transformado en fórmula que parece importar poco en según qué meridianos. Tampoco tiene que ver mucho la ética con los índices culturales. Recuerdo la anécdota de una de aquellas largas y duras oposiciones a cátedra de universidad en el ámbito de la estética. Existía entonces un ejercicio que se calificaba de trinca, donde el opositor debía criticar en público las publicaciones del contrario. Era habitual que se pactara el no hacerlo. Y así se hizo en una más. Pero habiendo renunciado ya uno de los opositores, el otro se lanzó al degüello. El comentario, creo que fue de López Aranguren, fue «nulla estetica, sine etica». En las cosas cotidianas tampoco se actúa siempre con ética, sino por conveniencia que, trasladada al ámbito internacional, se convierte en un cinismo que acaba pagándose, a la larga, caro. La falta de ética, asignatura que se estudiaba en el Bachillerato del examen de estado, parece ser el principio de casi todos los males o, por lo menos, de algunos de los que tanto nos lamentamos.

No son los políticos los únicos que actúan al margen de lo que antes se entendían como principios morales, ni las naciones más cultas o civilizadas las que juegan siempre limpio y con las cartas sobre la mesa. El juego real y sucio se produce debajo de las mesas y al margen de las masas. Las abundantes traiciones se descubren ahora en parte gracias a los nuevos medios, pero nos tememos que sean las menos relevantes. Bush invadió Irak atraído por el olor de sus pozos petrolíferos, como antes el Imperio inglés asaltaba las naves españolas que traían de América el oro, fruto de la Conquista. Nadie estaba, ni siquiera los aztecas, que dominaban en parte de lo que ahora es más o menos México, exento de culpa y desgarros sociales. Pero internet o hasta los teléfonos móviles nos permiten extraer imágenes que agitan conciencias al ser transmitidas casi en tiempo real. Apenas sabemos lo que está aconteciendo en Libia, aunque conocemos mucho más que cuando Stalin organizaba el Gulag o la minoría dirigente de Polonia era ejecutada masivamente en Katin y se endosaba el crimen colectivo a los nazis, que ya apechugaban con los de Hitler y su solución final. La historia, narrada con imparcialidad, está llena de violencia, de opresión y de sangre. Los escasos dirigentes que se plantearon un poder ético duraron poco y posiblemente acabaron mal. La política permite sortear escollos éticos, pero, sin principios, la comedia puede derivar en tragedia. Tal vez lo que llegue en Túnez, en Egipto, en Libia o en alguno de los emiratos, en Argelia o donde sea, no responda al gusto o a los intereses de quienes hoy ejercen la alta política. Pero fueron éstos quienes extraviaron una mínima ética. Y de ahí, extremismos indeseables, el mal mayor.