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Las luces y las sombras

La Razón
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La luz del sol, por Álvaro Acevedo
El objetivo de este artículo no se verá cumplido, pues pretender competir en doscientas palabras contra miles de horas de basura televisiva resultaría inútil. Dicho esto, perdamos el tiempo en recordar, escuetamente, quién fue Ortega Cano. Hace como medio siglo, un niño que vendía uvas en la Puerta del Sol para llevar a casa unas pesetas. Luego, un torero de segunda fila por el que nadie daba un duro. Después, una de las grandes figuras de las últimas décadas del siglo XX. Su mejor virtud fue la constancia, incluso por encima de ese concepto puro, artístico y hondo de su esplendorosa tauromaquia. La constancia con la que pasó de pobre a millonario después de mucha lucha, años de ostracismo y bastantes cicatrices. La constancia con la que resurgió de sus cenizas profesionales cuando todos le aconsejaban, ya, meterse a banderillero. La constancia gracias a la cual regresó hasta por dos veces del filo de la muerte. En Ortega Cano sólo reconozco a un grandioso torero aunque el circo mediático haya pretendido convertirlo en una caricatura folclórica; y lo que le queda, al pobre… Su gran error fue no marcharse de verdad. Volver para huir de la basura que había tras la puerta.

Sangre y arena, por Enrique Miguel Rodríguez
De José Ortega Cano hay que dejar dos cosas muy claras: que ha sido una gran figura del toreo y que es una magnífica persona. Dichas estas dos importantes cualidades también le acompañan, como a toda persona, otras «cositas» menos afortunadas. Desde el punto de vista del corazón, su momento es delicado. Ortega tiene cierta predisposición al relumbrón –porque es incapaz de decir que no– y una tendencia a la excesiva exposición frente a las cámaras. Las semanas anteriores al trágico accidente estaba sometido a un auténtico bombardeo mediático por algunos programas televisivos, según los más pérfidos, que suelen estar bien informados, la pólvora para tan cruel ataque había sido administrada por unos familiares del torero. En estos momentos, y aunque sea tirar piedras contra el propio tejado, Ortega Cano debe hacer lo que dicen sus compañeros de profesión y estar «tapaíto»: no aparecer en los medios, que sean sus abogados los que hagan los comunicados, que se dedique a recuperarse física y psíquicamente –porque tendrá que enferentarse a graves responsabilidades– y que imponga una paz romana en su familia. Una guerra de Monstescos y Capuletos le haría un gravísimo daño.