Hollywood

El último magnate

La Razón
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En Dino de Laurentiis convivían dos tipos de productor: el que se había forjado una reputación como independiente tomando como modelo los grandes magnates del cine clásico de Hollywood, de David O'Selznick a Irving Thalberg, y el que apoyaba incondicionalmente a cineastas creativos, poseedores de un mundo propio. Esos dos productores a menudo colisionaban en un mismo proyecto que no iba a terminar beneficiándose de tan irascible bipolaridad. El caso más célebre fue el «Dune» que dirigió David Lynch. Cuando De Laurentiis vio «El hombre elefante» supo que Lynch era el director más adecuado para adaptar al cine la saga sideral de Frank Herbert, pero le dio el trabajo sin conocer su ópera prima, «Cabeza borradora».

En cuanto esa película cayó en sus manos, se dio cuenta de que había metido la pata e hizo todo lo posible por estrangular la inventiva desbocada y abstracta de Lynch, al que le arrebató la última palabra en el montaje final del filme. Lo más curioso de esta anécdota, que no hace sino demostrar la mala fama que tienen los productores de cine, es que De Laurentiis hizo posible la siguiente película de Lynch, «Terciopelo azul», a quien concedió libertad absoluta a condición de reducir su salario a la mitad. Jekyll de Laurentiis nunca sabía cuándo iba a ponerse de acuerdo con Hyde de Laurentiis.

Setenta años en activo han convertido a un hombre como De Laurentiis en pura leyenda. Leer su filmografía es chapotear en las mil caras de la historia del cine: desde figuras clave del cine italiano –Roberto Rossellini, Fellini– hasta valores de cambio tan radicales como Lynch o Cronenberg, pasando por Lumet, Milius, Forman o Michael Cimino. No le daban miedo las bancarrotas, mordió el polvo más de una vez y más de dos para resucitar con el puro en la boca y el gesto adusto de alguien que nunca ha dado el brazo a torcer. En la más vieja tradición de los últimos magnates, De Laurentiis entendió el cine como un negocio que a veces traficaba con artistas.