Conciertos
REANIMACIÓN (V)
Allí llevan a los pacientes después de una cirugía mayor o cuando fallan las constantes vitales. Yo, en el mes que estuve ingresada, pasé dos veces. La primera fue breve, la segunda, después de la septicemia y nueva cirugía, fue de casi tres semanas, infinita. La Unidad de Reanimación de mi hospital público es un lugar con pocas camas separadas por cortinillas, con un mostrador, algunos armarios metálicos, una gran puerta por la que entra y sale gente continuamente, y un reloj. Así es mi recuerdo. En reanimación siempre es de día, porque la luz brilla siempre a tope. Y todo es extraordinariamente rutinario y difícil. Allí los pacientes no comen, no van a hacer sus necesidades, no se mueven, no hablan y casi ni se quejan. La mayoría duerme. Así lo recuerdo yo. No existe ningún estímulo sensorial y todo tiene un toque de ficción. Sin embargo, yo no estaba dormida. Ni de día ni de noche dormí durante el mes de mi ingreso; oía todo, veía todo, lo pensaba todo… Creo que nunca he tenido un estado de conciencia tan grande. A pesar de mi gravedad yo necesitaba hablar y ser hablada. Esto apenas ocurría, así que me pasé los primeros días diciendo «hola» a cualquiera que pasara cerca de mi cama. La mayoría no me contestaba, algunos sí pero no se paraban. Creo, y eso lo pienso ahora, que debía ser extrañísimo para ellos que una paciente de esa Unidad estuviese tan alerta. Yo opinaba, observaba, protestaba, y eso me convertía en una enferma diferente, más complicada. Para mí las horas eran interminables y la noche era la peor de las pesadillas. Porque de noche seguía habiendo luz y máquinas sonando como grillos y, sin embargo, no había vida. Los enfermeros, después de su fugaz visita, se acodaban en sus sillones. Todo era luz en un espacio detenido. Sólo una enfermera, inolvidable para mí, bajaba la luz y ponía música relajante. Sólo las noches que estaba ella mi tormento se suavizaba. Es tan sencillo, tan barato, tan sensato… Bajar la luz y poner una música. Es cosa de amar lo que uno hace.
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