Teatro

Crítica

Ay espejito por Gonzalo Alonso

La Razón
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En el primer acto de «La Chulapona» el señor Antonio le pasa un espejito a Manuela para que se contemple. Milagros Martín se habrá mirado en él y habrá podido pensar: «Desde luego, yo soy de verdad la Chulapona. Heme aquí vitoreada, en el mismo papel, en el mismo escenario, pero veinticuatro años después». En el espejo, más grande, de un camerino del vecino Teatro Real, contempla Ainhoa Arteta a la mujer atractiva que es. Ha pasado otro tanto desde que una moza corista, algo entradita en carnes, acudiese a Verona persiguiendo a Plácido Domingo tras una oportunidad. La consiguió en 1993, triunfando en aquella edición parisina de Operalia, el prestigioso concurso de canto que tan magníficamente promueve el tenor. Y ahora tiene una satisfacción mayor: por fin ha conseguido un buen papel en el Real con el que debutar y triunfar. En el camerino de al lado, Plácido Domingo se maquilla, se mira las canas propias de los setenta años y se dice: «Dentro de poco me van a acabar llamando Plácido Milagros». Esta vez le ha venido otro recuerdo al moribundo Cyrano de Bergerac: «En 1975, herido en mi papel pero casi igual de ágil en lo personal, también me arrastraba por un escenario madrileño, aunque aquella vez fue en mi vida como Mario Cavaradossi».
Bastante más lejos, pero también ante un espejo, Iñaki Urdangarín quizá se pregunta: «¿Cómo voy a salir de ésta? Con lo tranquilo y feliz que podría haber vivido a la sombra de la familia. La misma vida, aunque poco de lo que me rodease fuese mío. ¿Para qué tanta ambición?». Ella también se mira y quizá reflexiona: «¡Ay, Nursi, quién me iba a decir que lo que yo amargamente descubrí un día iba a ser la comidilla de todos!». Y en la Plaza de la Villa de París, en un espejo en medio de la mucha madera de su inmenso despacho, la máxima autoridad en velar por legalidad y la exactitud probáblemente se reprocha «¿Cómo no fui más diligente en separar con toda claridad unos justificantes de otros, lo que era del Cesar y lo que era de Dios?».
¿Y usted? ¿Y yo? Mirémonos también. Más canas, más arrugas, a lo mejor hasta jirones en nuestras vidas, pero ojalá podamos concluir: «¡Realmente ha valido la pena!». Estoy seguro de que Milagros, Ainhoa y Plácido habrán acabado estos días con una sonrisa ante sus espejos.