España
Freud en el diván
La escena ha sido glosada por los biógrafos. Con motivo de su cincuenta cumpleaños, un reducido círculo de admiradores le regala a Freud un curioso medallón. En una de sus caras aparece el retrato del maestro; en la otra, un motivo griego que representa a Edipo contestando a la fatal cuestión lanzada por la Esfinge.
En el medallón, inscrita, la siguiente estrofa del «Edipo Rey»: «Solucionó el enigma, y fue un hombre realmente grande». He aquí la imagen casi mítica de Freud que en un principio trataron de popularizar sus fieles discípulos y simpatizantes sobre su posteridad: la del hombre provocador, impetuoso... y genial. Y, como Edipo, alguien lo bastante veraz como para arrostrar esas verdades terribles desmentidas por el hombre común.
Es esta idea de honestidad brutal la que sirvió de guía, por ejemplo, a John Huston para realizar su película «Freud. Pasión oculta» (1962), con guión de Jean Paul Sartre, en donde Montgomery Clift encarnaba a un arqueólogo del alma sólo comprometido con un saber terrible. Un conocimiento que le conduciría al suicidio social. El mismo Thomas Mann definía al psicólogo del inconsciente como un «honrado caballero solitario» que luchaba contra la resistencia de un ambiente hostil, un hombre sólo comprometido con la verdad, cuyo destino no era otro que reventar con espíritu sacrílego los estrictos corsés victorianos.
Una contrapostal
Humano, demasiado humano: ésta es, sin embargo, siendo benévolos, la «contrapostal» de Freud que, siguiendo una lógica inversa, nos brinda Michel Onfray (1959). Según su opinión, el padre del psicoanálisis no fue sino un mero portador de los valores y los gustos patriarcales de la clase media de la época. Lejos de ser un nuevo Fausto, un transgresor de los límites represivos de su pacata sociedad, fue un terapeuta tramposo e incoherente. Ciertamente, Onfray se ha ganado con creces en los últimos tiempos el título de pensador polémico.
Un botón de muestra: en la novela de Houellebecq «La posibilidad de una isla» su protagonista, tras proponerle encarnar para el cine el papel de Diógenes, describe con muy mala baba al pensador como un indigente grafómano tan suelto ante estudiantes pánfilos como inexpresivo ante una cámara. Y es que, aunque no es tan conocido en España, Onfray es todo un personaje público en Francia, donde creó, desde un espíritu afín al situacionismo, la Universidad Popular de Caen. En sus obras aparece como heredero de una tradición filosófica vitalista trágica y materialista (el paganismo, los cínicos, Spinoza, Nietzsche, Rosset) que ve en el idealismo, el cristianismo y el ascetismo burgués meras variaciones de un único desprecio hacia el goce.
Como ya ha podido intuirse, la falsa «novedad» que aporta Onfray radica en su intención de interpretar entre líneas la singular personalidad de esta, pese a todo, gran figura, de aplicar el propio magisterio de la sospecha a uno de los autores que más y mejor practicaron esta inflexible metodología de las profundidades. Freud, en suma, desenmascarado.
El problema radica en que allí donde su fiel discípulo, E. Jones describía desde muy arriba la ascendente pugna solitaria de la honestidad del genio frente a un medio hostil y puritano, Onfray narra desde muy abajo, eso sí, con amenidad, su itinerario intelectual; donde Jones magnifica al héroe, Onfray lo desnuda, casi siempre injustamente. ¿Era necesario este libro hoy, en un momento en el que la oportuna mirada trágica del psicoanálisis está siendo colonizada por la autoayuda y una psicología farmacológica meramente adaptativa?
Errores de bulto
No sólo Onfray comete errores de bulto –véase la brillante respuesta de E. Roudinesco en la web–, sino que se equivoca de enemigo; rasca donde no pica. En su obsesión por buscar la polémica, no parece tener en cuenta la importancia de la aventura desbrozada por Freud en el ámbito de la psicología. Su descarnada atención a las verdades más inconfesables y políticamente incorrectas de su biografía –aunque también a sus simplistas prejuicios– no alcanza a capturar el hondo significado antropológico de su revolución, por no hablar de su infatigable labor como pensador ilustrado. El tono inquisitorial del libro parece más interesado en desmitificar toda excelencia que en justipreciar su gran labor como descubridor de un territorio conquistado por la reflexión a la superstición y a la medicina biologicista.
A pesar de los esfuerzos de Onfray, «Freud», asimismo, no es una identidad fija, definida de una vez por todas, sino un nudo provisional de hilos sugerentes, ramalazos de lucidez no pocas veces dispersos en una obra en incesante proceso de autocuesionamiento. Por ello, quizá no esté de más proponer una posibilidad más constructiva, más fructífera que la de destrozar, con ciego resentimiento, el mito. A saber, la de seguir interpretando a este «clásico» mejor de lo que él lo hizo consigo mismo. En su caza de brujas, Onfray, desde luego, no ha seguido este camino.
Sobre el autor: Onfray es uno de los pensadores franceses más mediáticos y el fundador de la Universidad Popular de Caen. Ideal para... lectores interesados en el estudio del psicoanálisis y público con cierto nivel cultural. Un defecto: El maniqueísmo que deja ver el autor y la falta de rigor que demuestra en ocasiones. Una virtud: Permite hablar de un personaje decisivo en la historia intelectual contemporánea. Puntuación: 6
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