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Manila

Raymond Roussel y yo

La Razón
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Me alegro infinito que se pueda visitar en el Reina Sofía una exposición sobre la influencia de Raymond Roussel sobre las vanguardias artísticas. Fue su vida un «fracaso dorado», pues queda demostrado que en su momento Roussel escribió exclusivamente para artistas –y no para el público en general– porque fue altamente considerado por muy grandes creadores e intelectuales de su tiempo y posteriores, empezando por Marcel Duchamp y terminando por Michel Foucault.
Mi relación con Roussel ha sido un episodio fascinante en mi vida, comenzando por el conocimiento de la suya: Hombre riquísimo, que se pagó todas sus ediciones y su único espectáculo teatral. Aquel tipo rico, guapo y elegante era conocido por su talento y su excentricidad de potentado.
Roussel prefería alojarse y escribir en una casa de putas, como en un hotel ideal. Era como retirarse a un convento pecaminoso, en el que se sentía perdonado, con más seguridad que bajo la bendición rutinaria del Papa.
Algo informado ya de su vida y milagros, así como de su suicidio en el hotel de «Le Palme», en Palermo, lo primero que leí con asombro fue «Cómo escribí algunos de mis libros», lo que enseguida me llevó a conocer ávidamente «Locus Solus» e «Impresiones de África». El «flechazo» fue como un tiro directo al corazón. En mis comienzos como narrador me decía: –«No puedo seguir escribiendo si no me lo quito de encima».
Con el fantasma de Raymond Roussel me había ocurrido un trance bien curioso, trepidante y dramático en ese mismo hotel de «Le Pame», en el que se quitó la vida, arruinado ya, desengañado y amargo.
Todo parece que me ocurría a la vez: el teatro de la ópera me había alojado en ese hotel mientras trabajaba en «La vida breve», de Falla; al tiempo que conocía y hacía amistad con Roberto Rossellini y se producía el terremoto, con numerosas víctimas en Sicilia, en el año 68 del pasado siglo.
 El estreno de la ópera se retrasó y terminó haciéndose más tarde como contribución a los damnificados por el seísmo. En el propio Palermo no hubo tantos daños, pero el magnífico teatro se resquebrajó, de modo que pasaron años hasta que Martin Scorsese lo reinauguró restaurado, filmando en su interior «El Padrino III».
Pero mi vida en aquellos momentos fue como sufrir un chaparrón de emociones. Rossellini, que era muy católico y estaba deprimido por su separación matrimonial, se mostraba resignado y fatalista, pero sin dejar de consumir «amaretti» en el bar de la plaza. Durante los movimientos, si no había derrumbes, yo seguía preocupado por la falta de mantones de Manila en los vestuarios italianos de teatro. Rossellini me arrancaba del palco real, desde el que miraba mi decorado, con luz de ensayo, hundido en el fracaso de tantos esfuerzos: –«Tú quieres morir al pie del cañón».
La población de Palermo andaba revuelta, por todas partes se veía gente escuchando una radio portátil, yo me sentía como en un estado de ingravidez, sin miedo, pero como apresado en una trampa del destino. Para olvidar y dormir bien, me tomaba de dos a tres pastillas de Luminal. Y la noche que más temblara la tierra en la capital, con todos los huéspedes en la calle, no lograron despertarme desde la recepción. Pero al despertarme yo por la mañana, el armario había venido a colocarse al lado de mi cama y lo primero que vi fue mi propia imagen en el espejo. ¡Milagro!
Es de notar que desde la primera noche en que me hallé alojado en aquel magnífico hotel – tan de «la Belle époque»– el recuerdo de Roussel no me abandonó: –«Estas paredes, estas columnas, estos solemnes y silenciosos pasillos fueron lo último que él vio».
El segundo de a bordo, después del «sopraintendente» del teatro, que era buen amigo mío y al que le había comentado con entusiasmo mi devoción por Roussel, antes de partir me dijo sonriente: –«Ya no es el mismo mobiliario ni las mismas escayolas ni el baño pero, como íntimo conocedor de los secretos del hotel, "es muy probable"que te hayas alojado en su misma habitación, ¿qué te parece?» –«¡Ah! Pues muchas gracias».
Y aún quedaba más: de vuelta a París me esperaban unos amigos de la profesión para anunciarme que se había «armado la gorda», la famosa revolución de los estudiantes ese mismo año 68. Yo me dije: –«A ver si todo es para bien y estos chicos se convierten en admiradores y devotos de Raymond Roussel».
Por lo visto, parece que sí.