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Iñaki Urdangarín tiene mañana sábado una cita en Mallorca para declarar sobre si se lo llevó crudo y a mí el muchacho me empieza a dar una pena horrorosa. Primero, porque tiene un mal gusto extremo eligiendo abogado. Ver a su letrado dar limosna a los pobres para que le pillen las cámaras de televisión y asegurar que, personalmente, está disfrutando el caso indica que, amiguitos, ha nacido una estrella. Y luego, me abraza la ternura porque aunque faltan todavía unas horas para que le explique al juez su versión y le muestre sus pruebas, Iñaki Urdangarín ya está juzgado. Y además, está declarado culpable. Los medios de comunicación (unos más que otros, claro) hemos hecho justo lo contrario a lo que necesita la acción de la Justicia y lo que necesita sobre todo la presunción de inocencia. Nos hemos saltado sus tiempos, sus reglas y sus obligaciones para desarrollar ampliamente los argumentos de la parte que le acusa. La sociedad civil ha tomado nota y se ha abierto la veda con la mano abierta. Lo que tanto nos costó conseguir en el sistema garantista que nos hemos dado, lo hemos hecho añicos una vez más. Lo peor, insisto, es que da lo mismo lo que sentencie el juez (del que, por cierto, se nos ha contado que va en bici como si eso le hiciera mejor juez) porque lo que salga de ahí será sospechoso. Si sale absuelto, malo. Se pensará en el Rey. Si la condena es corta, peor. Se pensará aún más en el Rey. Es decir, lo único que dejará tranquilo a todos será lo peor para Iñaki Urdangarín. Me pongo en su piel y me muero de miedo.