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La Razón
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Igual que en Roma los inmigrantes turcos y rumanos colocan tenderetes de sandías en las gasolineras de medianoche, vamos camino de ver en la milla de oro de Marbella a los antiguos jeques del petróleo con un mono de Repsol sirviendo diésel. Cada época tiene un paisaje, una ciudad que la sintetiza. Y la España que ahora se entierra mientras a Zapatero se le atasca el milagro de Lázaro, escribió su parábola en la Marbella alucinada de ladrillo y hormigón. La ciudad-país de Jesús Gil, de la mafia, de los viejos nazis que invernaban en urbanizaciones cerradas, de los capos rusos, de las conexiones políticas y de las generosas fiestas para los niños con cáncer donde corrían ríos de coca, caudalosos como el Missisipi. Aquel paraje de pescadores, al que llegó Ricardo Soriano en los 50 para inventar la Marbella de la jet, se ahorcó (y nosotros como ciudadanía por extensión) desbocando el mandamiento de Edgar Neville: «A la vida hemos venido a veranear». Y sí, hemos veraneado durante largos años, olvidándonos que no es lo mismo tener una buena mano en la ruleta que ser dueños del casino. Marbella, allí donde los peones de albañil tenían un S.M.I. de 3.000 euros al mes y entraban en los concesionarios de BMW como en la taberna de un western, ha entregado sus primeras viviendas de protección oficial de los últimos 20 años. Hace tiempo que la soirée se acabó; nuestro horizonte, diga lo que diga el Gobierno, es un verdadero fin de siécle.