Siria
Del asesinato del muftí de Tartaristán por Alfredo Semprún
Se dice que el Volga vertebra el alma de Rusia y que todo lo que merece la pena saberse de su historia ocurrió a sus orillas. Allí, por ejemplo, anidó el islam de la mano de los tártaro-mongoles, que levantaron el kanato de Kazán sobre las ruinas del imperio de Batu kan. Y allí persiste. Ni siquiera la reconquista a sangre y fuego de Iván el Terrible consiguió erradicarlo. Tras un tiempo de dispersión, los tártaros volvieron a su cuna, pero ya para compartirla con los emigrantes rusos. Hoy, Tartaristán es una república autónoma de Rusia que alberga los principales yacimientos de gas y petróleo, ha desarrollado una potente industria química y aeroespacial, recibe buena parte del turismo extranjero y tiene el dudoso honor de haber formado a Lenin en su universidad. Los tártaros, musulmanes, representan a la mitad de sus cuatro millones de habitantes. Son de tradición suní, pero siguen la versión más moderada y abierta de ese tronco con sus múltiples ramas. En definitiva, musulmanes y ortodoxos conviven sin problemas, alejados de las tribulaciones del Cáucaso.
Por eso, cuando el 19 de julio murió asesinado a tiros el muftí Valioula Iakupov, cazado a la puerta de su casa, y resultó herido por una bomba lapa adosada a su coche el muftí Ildus Faizov, la Policía encaró el asunto desde dos hipótesis: terrorismo islamista o venganza mafiosa. Esta última teoría se asentaba en el hecho de que Iakupov le había levantado a un rico empresario, un tal Galanllin, el monopolio de los viajes de peregrinación a la Meca, que todo buen musulmán debe hacer, al menos, una vez en la vida. Hablamos de cientos de millones de euros al año que, ahora, debía compartir con la administración eclesiástica. Pero, por otro lado, estaba el atentado contra Faizov, el jefe de todos los ulemas de Tartaristán, que, desde su nombramiento, lleva a cabo una vigorosa campaña contra los predicadores wahabistas, patrocinados por Arabia Saudí y Qatar, que expanden desde algunas mezquitas la versión más radical del islam; esa que, entre otras cuestiones, prohíbe la convivencia en el mismo hogar de personas de distinto credo. En un lugar como Tartaristán, donde musulmanes y ortodoxos llevan siglos de convivencia, esa doctrina es una bomba de relojería.
Tras las primeras averiguaciones, la Policía parecía inclinarse por la hipótesis mafiosa y se ordenó la detención del empresario que, convenientemente interrogado, estaba dispuesto a declararse culpable hasta del asesinato del general Prim. Pero no. Ayer, un desconocido que se autotitula «jefe de la guerrilla islamista de Tartaristán», colgó en internet, en la página que suelen utilizar los islamistas chechenos, un vídeo reivindicando los atentados y con la amenaza de que seguirán los ataques contra todos los falsos musulmanes que se nieguen a respetar la sharia.
Aunque sospechada, la confirmación de que los islamistas acaban de abrir un nuevo frente a sólo 800 kilómetros de Moscú y en una de las zonas económicamente más estratégicas de Rusia no le ha sentado nada bien a Putin, que se ha apresurado a enviar refuerzos policiales a Tartaristán. Algunos analistas rusos vinculan el surgimiento de esta guerrilla al conflicto sirio, en el que Moscú desempeña el papel de amigo de Asad, y lo entienden como una represalia puntual. Pero el hecho de que la reivindicación haya aparecido en las páginas de los irreductibles chechenos no permite descartar la hipótesis del nuevo frente. En su abono, el que las primeras víctimas hayan sido dos importantes líderes religiosos sunís, adversarios declarados de los radicales. También en Siria, al principio de la revuelta, fue asesinado el joven Sariyya Hassoum, hijo del gran muftí de Siria, Ahmad Hassoum, quien, pese a ser de tradición suní, se opone a la implantación de la sharia y cree que el Estado y la Iglesia deben permanecer separados. Por cierto, como es partidario de Asad, se le ha negado el visado a Europa para explicar su postura.
Colgados del volcán para robar a los dioses
Provistos de redes de mano, cedazos y cazamariposas, los campesinos de Probolingo se cuelgan materialmente de las paredes interiores del volcán Bromo, en la isla de Java, para birlarles las ofrendas a los dioses hindúes. No es trabajo fácil, amén de irreverente, porque el volcán todavía echa un humillo blanco bastante tóxico que hace toser. Pero la crisis es endémica en esta parte de Indonesia. Las ofrendas, en forma de dinero, joyas o pequeños paquetes de comida y dulces, las lanzan al fondo del volcán los fieles de la minoría hindú para agradecerles su intercesión en las buenas cosechas. Ocurre todos los 4 de agosto y atrae a miles de peregrinos que no se dejan desanimar por la multitud de aprovechados que esperan el maná. Ya saben el chiste: «Y lo que cojan los dioses...».
(Foto: Efe/Fully Handoko)
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