Nueva York
Cien millones de pipas contra la intolerancia
No tiene miedo, aunque sabe que sus palabras (y sus obras, lo ha vivido en carne propia) le pueden llevar a la cárcel. Paradojas de la vida, Ai Weiwei es el artista chino vivo más cotizado. La Sala de Turbinas de la Tate Modern le dedica su inmenso espacio.
Liu Xiaobo ha recibido el Nobel de la Paz entre rejas. Su mujer, Liu Xia, acaba de pedir ayuda para poder comunicarse. Se encuentra en arresto domiciliario después de haberle comunicado la noticia. Todo aquel que dice lo que piensa en China tiene sospechosos problemas con las autoridades. Sin embargo, Ai Weiwei no se autocensura. Es el artista vivo más importante y cotizado del país. Es consciente de las consecuencias que pueden provocar su obra y sus palabras, pero no tiene ningún miedo. «No voy a limitarme. Cuando suceda, ha sucedido. Tendré que lidiar con ello, pero no voy a prepararme. Eso sería una estupidez. Si te preparas demasiado te conviertes en parte del proceso», asegura. El creador presentó ayer en Londres «Sunflower Seeds» (Semillas de Girasol), la instalación elegida este año para la conocida sala de Turbinas de la Tate Modern. La obra es simplemente espectacular. Más de cien millones de pipas de porcelana forman una masa de unos diez centímetros de espesor que cubre una superficie de un millar de metros cuadrados. Caminar por el suelo movedizo, hundir las manos y escuchar su sonido estremecedor constituyen una experiencia extraña. Pisarlas siendo consciente de su esfuerzo de producción te hace sentir incluso culpable.
Durante dos años, 1.600 artesanos de la ciudad de Jingdezhen, famosa por su producción de porcelana para la corte imperial, han elaborado a mano y pintado cada una de las pipas. Cada una, por tanto, es única e irrepetible, a pesar de que en masa todas parezcan iguales. ¿Es así la humanidad? ¿Qué significa ser un individuo en la sociedad actual? ¿Somos insignificantes o impotentes a menos que actuemos juntos? «Desde muy joven comencé a sentir que cada uno tiene que dar ejemplo en la sociedad. Tus actos y tu comportamiento revelan al mundo quién eres y tu visión de cómo debería ser la sociedad», dice Weiwei.
Cuando sólo era un niño, el artista supo que en su país sufrían represalias todos aquellos que se apartaran de lo establecido. Pasó cinco años de su infancia en un campo de trabajo cerca del desierto de Gobi. Su padre, Ai Qing, uno de los poetas modernos más importantes de China, fue castigado a finales de los 50 con el destierro. Se le prohibió publicar y pasaba largas jornadas sin descanso limpiando letrinas públicas.
Mao, el rey sol
Weiwei aún guarda recuerdos de las pipas durante aquellos años. Las semillas de girasol eran el único alimento que muchos podían llevarse a la boca. Compartirlas y tomarlas en grupo era un profundo gesto de amistad y compasión humana. También las asocia con los carteles de la época de la Revolución Cultural (1966-1976). Los folletos presentaban a Mao Tse-tung como el sol y a la masa del pueblo como girasoles vueltos hacia su persona. La angustia, el descontento y la impotencia le hicieron marcharse pronto a Nueva York. Durante doce años, el artista vivió en el extranjero. Descubrió el dadaísmo, a Jasper Johns y a Andy Warhol, pero nunca consiguió destacar, ni tan siquiera sacarse un título universitario. Fue la enfermedad de su padre lo que le hizo regresar a Pekín. Su progenitor notó su disgusto y le ofreció un consejo: «No seas cortés. Trata a este país como tu hogar. Haz siempre lo que quieras».
Desde entonces, Weiwei siempre ha tenido esas palabras en mente. Las recordó cuando hizo en la plaza de Tiananmen su famosa foto del puño cerrado con el dedo corazón extendido (ha repetido luego el gesto en otros muchos lugares, como la Casa Blanca). Y también cuando realizó la serie de tres fotos en blanco y negro en 1995 en las que deja caer un jarrón de la dinastía Han (202 antes de Cristo-220 después de Cristo) hasta que se rompe en pedazos cuando toca el suelo. No ha tenido problemas tampoco para pintar otras tinajas con colores o para escribirles la marca Coca-Cola.
El arte siempre le sirve como liberación. Tiene la necesidad de gritar que hay que ser crítico. Su mejor altavoz lo ha encontrado ahora en las nuevas tecnologías, sobre todo en Twitter, donde cuelga todos sus pensamientos y también las heridas que le dejan las palizas que en alguna ocasión le ha propinado la Policía por ser tan curioso. Sin internet, el artista cree que sería como los demás, ya que no podría «amplificar» su voz. Y no hay una cosa que más tema que convertirse en uno más de la masa, la misma que escenifican sus pipas. Su cuenta en Twitter tiene alrededor de 26.000 seguidores. Uno de sus últimos mensajes decía: «No hay un deporte al aire libre más elegante que tirar piedras contra la autocracia; sin tumultos puede ser más excitante que en el ciberespacio».
Sin temor a la represalia
Una de sus pedradas más significativas fue cuando se desvinculó de los Juegos Olímpicos. Weiwie, gran apasionado de la arquitectura (ha diseñado galerías e incluso la casa en la que vive), trabajó en la llamada estructura Nido de pájaro. Pero antes de que empezaran los Juegos, pensó que el Gobierno lo había tomado como elemento de propaganda y renunció a cualquier contacto con la organización. Nunca le importaron las represalias.
Como a su colega Liu Xiaobo. El artista sabe que puede tener el mismo destino que el actual Nobel de la Paz. Aun así no está dispuesto a parar ni un minuto. «El premio no tendrá un efecto inmediato observable, pero animará a fijarse más en las condiciones humanas», dijo. «China está avanzando poco a poco hacia mayores libertades y una sociedad más democrática, y eso es un proceso que nadie puede parar», señaló.
El detalle: una paliza casi mortal
Desde que volvió a Pekín, Ai Weiwei se ha convertido en un personaje más que molesto para el Gobierno. Ahora que cuenta con fama internacional sería difícil mandarle a prisión sin motivo concreto. Pero al artista ya le han dado varios toques para que calle su voz. El último, en 2009, cuando la Policía china entró en su hotel y lo golpeó tanto que los cirujanos en Múnich tuvieron que hacerle dos agujeros en la cabeza para quitarle 30 mililitros de líquido de su cráneo. El ataque fue por su investigación sobre la muerte de 5.250 niños en el terremoto de Sichuan en 2008. Lejos de intimidarle, el suceso inspiró la obra «Recordar 2009».
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