Berlín
Vilna barroco en el Báltico
El gris que imponía le yugo soviético ha dado paso a una paleta de colores en una ciudad que rebosa vida en cuanto se asoma el sol del verano. Reducto barroco al norte de Europa, la capital de Lituania altern iglesias que parecen museos con un barrio bohemio con su propia Constitución
La capital de Lituania es uno de esos nuevos regalos del mapa político europeo. Hasta hace 20 años era una pieza más del gris entramado soviético con sede en Moscú, luego se convirtió en parte de ese marasmo de nombres que surgió tras la caída del Muro de Berlín –Estonia, Riga, Minks, Armenia, Bielorrusia…–, cuando era difícil distinguir ciudades de países y mucho menos saber dónde se encontraban. Hoy, la realidad es muy distinta, Lituania es miembro de la Unión Europea y Vilna, su capital, está más cerca que nunca. Sin embargo, aunque nunca hubiéramos oído hablar de ella, Vilna fue fundada hace casi ocho siglos, aunque fue cambiando de manos como la falsa moneda tras las sucesivas invasiones que sufrió el país. Fruto de esa vasta historia, nos ha llegado un centro histórico muy manejable, que podemos recorrer a pie con comodidad. En sus calles, cuando el clima lo permite, proliferan las terrazas bien decoradas y las tiendas de ambar exhiben sus colecciones en los escaparates.
Antes de que haga su aparición el crudo invierno del Báltico es momento de visitar sus iglesias, maltratadas en tiempos del ateismo comunista, pero ya restauradas. Muchas de ellas son auténticas joyas del Barroco, como la venerada de San Casimiro con su fachada rosa. También merecen un alto la de los Santos Juanes y la de San Pedro y San Pablo, la más engañosa. En su exterior no llama la atención nada en especial. Sin embargo, al entrar, la profusa decoración con miles de esculturas sobre un fondo blanco inmaculado supone un extraordinario espectáculo para la vista. Pero el punto de partida de cualquier visita a la ciudad es la Plaza de la Catedral, el auténtico corazón de esta capital a escala humana. En la gigantesca plaza, unos patinan, otros hacen malabares y la mayoría pasean o esperan encontrarse con alguien. De telón de fondo, encontramos una catedral extraña, muy distinta de nuestro concepto de templo religioso cristiano. Su nave central recuerda los templos griegos. Por dentro parece un museo, con cuadros a ambos lados de la galería. De hecho, los rusos convirtieron el edificio en museo del ateísmo, lo que paradójicamente la salvó en tiempos donde la religión no era bien recibida. La excepción a tanto eclecticismo se halla en la capilla de San Casimiro, visita obligada. Pero tampoco resultaría tan particular el conjunto si no fuera por el campanario se halla a algunos metros de la catedral. Una torre, que recuerda a un faro, con un enorme reloj sin minutero y que, según como se mire, parece que está torcida, como la Torre de Pisa. No hay que dejarse engañar, es un efecto óptico.
Aunque luego hayan pisado el elegante palacio presidencial numerosos líderes mundiales, su huésped más ilustre siempre será Napoleón Bonaparte, que durmió 19 noches en su interior. Vilna fue la última ciudad que conquistó con facilidad el emperador francés. Aquí inició su campaña rusa, aquel invierno que derrotó a las tropas galas. Los que no perecieron en Rusia, regresaron a Vilna. 80.000 almas en pena a 35 grados bajo cero. En cuanto probaron la comida muchos murieron en el acto y todavía hoy se encuentran cadáveres de aquellos soldados al hacer una obra en Vilna. En su subsuelo también reposan otras víctimas de la ambición humana y la sinrazón, como los judíos que mataron los nazis. Durante muchos años, la comunidad judía de Lituania alcanzó tal volumen, que Vilna fue bautizada como la Jerusalén del norte.
La incubadora de artistas
Hace unos años, tras ser foco de delincuencia y zona en ruinas en tiempos soviéticos, este lugar para el arte y la creación, pleno de color y de sorpresas se declaró, en tono jocoso, república independiente del arte. Tiene su propia bandera, himno y constitución con artículos como: Todo el mundo tiene derecho a ser feliz o infeliz o un perro tiene derecho a ser un perro. ¡ Y no olviden dejar una moneda en el vaso del monumento al borracho!
Cerca de la catedral se halla Santa Ana, un templo gótico hecho de ladrillo, ya que la piedra escasea en esta zona del globo. Sin embargo, pese a tanta belleza que habita en sus calles, Vilna tiene un toque muy especial gracias al barrio de Uzupis. Hay quien lo compara con el Montmartre de París o la Christiania de Copenhague, pero Uzupis no es ningún reducto hippy, es una «incubadora de artistas», como dice un cartel.
Los sótanos del terror
Con el colapso del sistema soviético, muchos símbolos de ese período oscuro fueron eliminados de las calles de la ciudad. Alguna estatua queda en un puente que cruza el río y los bloques del extrarradio dan fe del nulo gusto arquitectónico de los gobernantes de la URSS. Pero si hay un sitio que no debe dejar de visitarse (los lunes y martes está cerrado) es el Museo del Genocidio. Los cuarteles que antaño ocupó la KGB se han conservado como testigos del horror que vivieron tantos hombres, muchos de ellos religiosos, incluso obispos. En esos fríos sótanos desconchados sufrieron torturas, fueron privados de sueño, rociados con agua gélida, recluidos en celdas sin luz ni ventilación. Muchos perdieron la cabeza y otros firmaron lo que les pusieron delante. Es posible incluso acceder a la cámara de ejecución, donde las balas aún se alojan en la pared. Las fichas policiales permiten mirar a los ojos a víctimas y verdugos. Miradas que invitan a no olvidar esos terribles momentos de la historia de la Humanidad.
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