Escritores
El bar de Mou por Pedro Narváez
El fútbol es de las pocas cosas que aún produce alegrías. Siempre hay un ganador, así que al menos la mitad del mundo se siente contenta mientras la otra mitad maldice su suerte. Fuera del terreno de juego, sin embargo, todo se torna negro y nauseabundo y apenas alguna noticia nos saca del túnel del horror donde el último jorobado de Notre Dame, un tal Hollande, nos persigue para rematarnos en la guillotina. Siguiendo el símil siniestro, Hollande es como el vampiro de Dusseldorf, el hombre de apariencia normal a quien algún día veremos delatado por los pueblos que ahora le vitorean. Parece un salvador cuando aún no ha demostrado que puede andar sobre las aguas de la deuda y la prima de riesgo. Todo porque no es más feo que Merkel, la jovencita Fankenstein. La otra noche, mientras el Madrid culminaba el sueño por el que millones de personas pusieron un fugaz dique a su infelicidad, Hollande se daba garrotazos con Sarkozy por España, laEspaña negra que luego resultó ser blanca, la España amarga que supo a merengue. Hollande huele a mantequilla y acabará derritiéndose como todos en la sartén de Europa por un quítame de aquí estos recortes. El debate entre el ajuste y el crecimiento viene a ser como el chiste del huevo y la gallina, o sin ir más lejos un chiste entre un francés y un español, aunque resulta que ahora el español es más alto y el francés masculla la decadencia de sus revoluciones. Los candidatos de París ya tienen cara de derrotados antes de ganar, lo que demuestra su visión de futuro. Negro. Por eso, y porque tocaba, anoche nos fuimos al bar a hablar de Mou, lejos de los cuervos. Y había mucha gente para la que la gesta deportiva fue un anestésico del dolor de vivir en francés o en alemán. Bueno, y alguna culpa tendría la ginebra.
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