Sevilla
El fin de las siete artes liberales
Se detecta una opinión generalizada acerca de una crisis de bajo rendimiento en las universidades, en realidad en todo el sistema educativo ya que, de alguna manera, de ellas depende. Para comprender cómo vemos el problema algunos historiadores, les invito a un largo paseo, remontándonos en el tiempo, para tratar de responder a la pregunta: ¿Qué es una universidad? No debemos olvidar que el Imperio romano sufrió los grandes daños que ahora padece Europa: fuerte depresión económica porque los ingresos no eran capaces de condonar los gastos de un Estado excesivo, ruptura de las estructuras familiares con disminución en el número de nacimientos, sustitución del Ejército de ciudadanos por profesionales contratados sabe Dios dónde, y preferencia absoluta de la técnica sobre el saber. Si leen ustedes los anuncios de los actuales centros que se llaman universitarios descubrirán algo muy curioso. La ciencia, natural o humanística, no se menciona: se trata de preparar profesionales en todos los campos de la administración o de la técnica.
No se engañen. El Imperio romano no fue derribado por los bárbaros: eran pocos y no muy competentes. Incluso Átila fue barrido fácilmente del mapa. Se hundió a sí mismo y los godos, francos, teutones o anglosajones no hicieron otra cosa que instalarse en sus despojos, copiando, mal, muchas cosas. En aquel momento, dos personajes de capacidad muy singular, Casiodoro y San Isidoro de Sevilla, decididos a salvar la cultura helenística, que el Imperio malbaratara, hicieron un simple descubrimiento: el saber, que está en los libros, debe comunicarse a todos los jóvenes posibles haciendo la lectura (de ahí viene lección) y explicando el contenido. Pero la meta que se fijaban era la de lograr, mediante el conocimiento más amplio posible del ser humano y la Naturaleza, un crecimiento de la persona. A esto Ortega y Gasset, a quien algunos de los supervivientes tuvimos todavía el alto honor de escuchar en persona, llamaba «progreso».
Cuando España se perdió, los pocos sabios que aún quedaban se refugiaron en la Corte de Carlomagno y lanzaron la idea de crear un Estudio para la formación de minorías. Allí iba a formarse un personal culto, penetrando en todas las esferas del saber para lo que éste se agrupaba en siete sectores. Son las Siete Artes liberales. Espléndido modelo, exclusivo de Europa, que permitió a ésta colocarse a la cabeza del mundo. Estudios se fueron abriendo en catedrales y monasterios para formación del clero y de los magistrados de la Corona. Todavía hoy en francés «clero» equivale a intelectual.
Un día llegó a que, sin abandonar su vinculación con la Iglesia, estos Estudios tuvieron que abrirse a personas que no iban a integrarse en el clero. Por eso algunos Estudios se llamaron Generales. Y este es el nombre correcto. En ellos era imprescindible cursar las Siete Artes Liberales, que formaban la base esencial de la persona humana. Pero al mismo tiempo se incardinaban especialidades en el Derecho, la Ciencia, la Medicina (aún era llamada física) y la Teología. Al acabar las Siete Artes se obtenía el título de bachiller (en inglés bachelor sigue siendo soltero). Los grados superiores daban «licencia para enseñar» o incluso, en el caso de París el de «doctor». Ahora bien, los maestros y alumnos que acudían a los Estudios Generales no formaban parte de la comunidad municipal; por eso se les consideraba como «universidad», nombre que se utilizaba para designar corporaciones de oficios de importancia como los grandes mercaderes.
Un salto de gigante. Europa pudo describir, como en Salamanca, la existencia de los Derechos Humanos naturales, o en Valladolid, el método que debe emplearse en la disección de cadáveres para el progreso de la Medicina. Nacieron universidades en toda Europa y gracias a ellas esta cultura pudo extenderse por el mundo entero obligando a las demás a tomar el modelo ya que en él estaba la garantía de futuro. Las primeras universidades americanas surgieron ya en el siglo XVI, gracias a los esfuerzos de los españoles. Hubo, acaso, un número excesivo de ellas, pero nunca dejaron de cumplir su misión fundamental: primero formar al ser humano en su globalidad: luego permitirle ascender por las cuestas que llevan al rico saber. No lo olvidemos, Newton o Darwin fueron universitarios.
La Ilustración mostró cierta desconfianza hacia las universidades; le parecían demasiado tradicionales en su enseñanza. En España, durante el siglo XVIII se fueron cerrando todas. La última, de Alcalá, en 1804. Pero lógicamente el liberalismo decidió restaurarlas. Se habla a veces de reforma, y eso es en gran medida, cierto. Se multiplicaron los centros en que se cursaban las Artes Liberales. A esto llamábamos y seguimos llamando bachillerato aunque no estamos muy seguros de que la definición sea exacta. Luego estaban los grados superiores que eran fundamentalmente cuatro, como se corresponde a los colores de las mucetas: el rojo para el Derecho, el amarillo para la Medicina, el azul claro para las Humanidades y el oscuro para las ciencias. Se seguía manteniendo el principio esencial. Se trataba, ante todo y sobre todo, de formar personas bien instruidas, primero con carácter general en todas las ramas del saber, luego en cada uno de los sectores. Pero siempre conservando la unidad en cada tronco. Había que ser médico antes que especialista y poseer las bases inconmovibles del pensamiento antes de especializarse.
Por desgracia hemos invertido los términos. La especialización domina de tal modo que lo importante parece ser una administrador de empresas o un fisiócrata. No se mencionan para nada las grandes máximas del saber. Pero hay una carrera para los negocios del turismo y no dudo de que muy pronto también la cocina tendrá protagonismo. Es aún tiempo de devolver a la universidad su papel: formar intelectualmente personas humanas y no dividir de una manera drástica los distintos sectores del saber. La sociedad va a sufrir grandes daños. Aún pueden los políticos tomar medidas y rectificar en este sentido. Lo que le importa al ser humano es conocer qué es exactamente el universo mundo y de una manera especial que somos nosotros. Nadie se extrañe de los pésimos resultados docentes: no se aprende lo que tratan de enseñarnos sino precisamente lo que queremos aprender. Y a este respecto el entendimiento cordial entre profesores y alumnos es algo esencial.
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