España

El inexistente subdesarrollo

La Razón
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Recuerdo la cantinela como si fuera una especie de mantra indisolublemente ligado a mis años de infancia. «España es un país subdesarrollado», decía mi abuelo Antonio que, por supuesto, le echaba la culpa de todo al Gobierno. Que mi abuelo era antifranquista decidido lo sabíamos todos, siquiera por la frecuencia con que se defecaba en la madre de Franco. Incluso teníamos idea de que abogaba por la coronación de Don Juan como manera de echar al general. Lo que ignorábamos era su carnet de la UGT con un número de afiliación bajísimo y mucho menos podíamos imaginar que durante la Transición la gente del PSOE auténtico, no el de Felipe, vendría a verlo desde Francia para incluirlo en las listas al Congreso, pero no nos desviemos. Mi abuelo no decía nada que no fuera de conocimiento público porque los gobiernos de los tecnócratas no paraban de dar la tabarra con la realización de los Planes de desarrollo que, a fin de cuentas, no fueron para tanto. Aquella insistencia en que España estaba subdesarrollada y que había que luchar contra semejante situación se nos debió de quedar en lo más profundo de las neuronas porque ha continuado arrojando su sombra sobre nuestras vidas como si se tratara de un mal karma. «El problema de España», se nos dice sotto voce, «es que sigue siendo un país subdesarrollado». No es que me complazca especialmente en llevar la contraria, pero yo tengo la convicción de que si España se caracteriza por algo no es, precisamente, por el subdesarrollo. Una nación que ha dado a Cervantes, a Lope de Vega, a Velázquez o a Goya y que ha creado arquetipos como la Celestina, Don Juan o el Quijote difícilmente puede ser considerada subdesarrollada desde una perspectiva cultural. Lo digo porque el gran problema de España es, en realidad, su hiperdesarrollo. Los ejemplos son numerosísimos y nefastos. Por ejemplo, tenemos unos sindicatos hiperdesarrollados. No representan ni al diez por ciento de los trabajadores y, sin embargo, cuentan con centenares de miles de liberados y unos presupuestos superiores a los de no pocas naciones. Algo semejante sucede con las administraciones públicas. Aunque no todos tienen a su frente a un megalómano como Gallardón, los ayuntamientos están hiperdesarrollados como si fueran una suma de ministerios suecos de la época socialdemócrata. En cuanto a las Comunidades autónomas están hiperdesarrolladas con planes de gobiernos absurdos, funcionarios de utilidad real inexistente y gastos injustificables. Semejante elefantiasis existe también en la universidad. Ninguna está entre las ciento cincuenta primeras del mundo –que ya es decir– pero se encuentran en ciudades con menos de cien mil habitantes y dotadas de disparatados departamentos de profesorado innecesario. Incluso se ha hiperdesarrollado artificialmente el peso social de lenguas extraordinariamente minoritarias –desde luego, mucho menos extendidas que las de ciertas tribus africanas– con un hiperdesarrollo del control social y del gasto. Todo ello por no hablar del hiperdesarrollo de las pretensiones –y subvenciones– de colectivos como el feminista, el gay, el titiriceja y un largo etcétera. No, esta nación no padece de subdesarrollo. Lo que sufre realmente es un hiperdesarrollo de tantas instancias que tiene como consecuencia directa también el de la deuda, el déficit y la corrupción. Vamos que, al final, lo que va a dar al traste con todo no va a ser el subdesarrollo sino todo lo contrario.