Ministerio de Justicia
Justicia bajo sospecha (I) por José Clemente
La división de poderes sustanciada por el Barón de Montesquieu y sobre la que se asientan las democracias contemporáneas constituye el pilar fundamental del Estado de Derecho, que tiene como principal cometido la observancia de las reglas de juego de los tres poderes entre sí. Se diseñó de esta manera para asegurar la limpieza y el respeto entre los distintos poderes del Estado, de modo que la democracia quedara a salvo de cualquier abuso de poder al que son proclives dichos poderes y se garantizara su propia eficacia, que no es otra que la de servir lo más eficazmente posible al ciudadano. Pero ese principio, con el que se alumbró nuestra Constitución de 1978, chocaría muy pronto con los intereses programáticos del PSOE, que lleva en su huella genética la herencia de los regímenes totalitarios y para los que la división de poderes no era más que un obstáculo a barrer. Y así fue.
A nuestros socialistas apenas les bastaron seis años para apuntillar esa división de poderes, entre otras razones porque la misma era vista como un freno para gobernar con mayorías absolutas, absolutamente. Los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) que hasta entonces eran elegidos doce entre magistrados y juristas, cuatro a propuesta del Congreso, y otros cuatro a petición del Senado, y todos ellos por mayoría de tres quintas partes y entre juristas y abogados de reconocido prestigio, pasaron a ser designados todos ellos, es decir, los veinte, únicamente por la Cámara baja y a propuesta de los partidos políticos, es decir, ellos se lo guisaban, ellos se lo comían. Un eufórico Alfonso Guerra proclamó entonces aquello de: «Montesquieu ha muerto». Y de aquellos polvos, este lodazal en el que se ha convertido el Poder Judicial, donde se ha instalado la lucha política que siempre quiso inocular el PSOE, pues dominado el ejecutivo, los dos restantes poderes (legislativo y judicial) no son sino meras correas de transmisión del primero, como ocurre históricamente entre socialistas y su central obrera de la UGT.
No nos debe extrañar, por tanto, que los jueces actúen al dictado de los partidos, especialmente el PSOE, que ha hecho de ese control una cuestión principal como acabamos de ver estos días con la dimisión de Carlos Dívar a cuenta de los supuestos viajes por valor de 28.000 euros. Tanto la presión metida al CGPJ por los jueces progresistas, Margarita Robles y Gómez Benítez, en la que no les ha importado difamar a la más alta magistratura del Estado por algo que ellos mismos estaban haciendo, como por la imagen trasladada a la opinión pública de que los responsables de impartir la Justicia en nuestro país son todos unos golfos de primera, con la lógica excepción de todos aquellos magistrados que ejercen con honradez su cargo, ha convertido al CGPJ y al TS y por extensión a toda la judicatura en poco menos que un «valor basura». Tenemos una Justicia bajo sospecha, o como dijo el andalucista, Pedro Pacheco, hace 25 años, una Justicia que es un cachondeo, como lo que es que al alcalde de Jerez le quisieran inhabilitar los mismos corruptos que se niegan a aplicarse el cuento y a explicar en qué gastan el dinero público como se ha exigido a Dívar.
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