Suecia
La farsa
Hace muchos años, una huelga servía para que los empleados de una empresa intentaran conseguir mejoras que no podían conseguir de otro modo. Las huelgas generales ocurrían cuando un país estaba en situación revolucionaria. De lo primero apenas queda ya rastro. El poder de los sindicatos es gigantesco: tienen personal, «liberados», presupuesto, patrimonio y una influencia política superior a la de cualquier otra institución. En cambio, la afiliación es cada vez más pequeña y los ingentes fondos que los sindicatos manejan para mantener su estatus no les llegan para hacer una huelga prolongada, como las de antes. En cuanto a las huelgas generales, que siempre fueron escasas, hoy son inimaginables. Ningún sindicato tiene ya poder sobre unas sociedades tan plurales y diversas como las nuestras. Una «huelga general» sólo puede consistir, por tanto, en una imposición brutal para que la gente no pueda moverse y no acuda a trabajar. Así va a ocurrir el miércoles, como anuncia la violencia propagandística desplegada por los sindicatos.
La brutalidad será tanto mayor cuanto que la opinión pública española no es favorable a la huelga. La actitud de los españoles responde a lo que está siendo común en el resto de Europa. La crisis económica no ha traído grandes explosiones sociales de reivindicación o de protesta, ni tampoco ha llevado a gobernar a partidos de izquierda. En las dos últimas elecciones, celebradas en Gran Bretaña y en Suecia, han ganado los conservadores. En Europa, sólo cinco países, además del nuestro, tienen gobiernos de izquierda.
¿Por qué? En parte, porque la crisis demostró que el modelo económico de crecimiento indefinido del gasto y de la intervención gubernamental es insostenible. Demostración corroborada luego por los remedios para salir de la crisis. No valen, como el Gobierno de Rodríguez Zapatero ha reconocido –tarde– los estímulos presupuestarios ni las rigideces sociales disfrazadas de derechos. Lo que se consigue así es aumentar el déficit, incrementar la deuda y mantener paralizada la economía. De seguir la política que había aplicado Rodríguez Zapatero hasta la primavera, no habrá inversión, ni crecimiento, ni trabajo. Quienes aspiran a un futuro mejor para sus hijos saben que ése no es el camino.
También lo saben los socialistas, que podían haber aprovechado la situación para convertirse en un partido moderno, alejado de la retórica obrerista de los sindicatos «de clase». De haberlo hecho, probablemente Rodríguez Zapatero estaría hoy mejor situado en las encuestas. No ha sido así porque el líder socialista, hombre ultraideologizado, y no muy valiente, no está dispuesto a abandonar su imagen. Así que toma decisiones a medias, que no nos sacarán de la crisis, y pacta el desarrollo de una huelga general que le permitirá preservar su coartada ideológica. También da oxígeno a unos sindicatos acabados en su modelo actual. El miércoles nos impedirán ir a trabajar para que Rodríguez Zapatero pueda seguir diciendo que es socialista y para que los sindicalistas de clase sigan viviendo en la opulencia. La farsa es tan esperpéntica que no debería durar mucho más.
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