Crisis económica

El realismo de la catástrofe por Pedro Alberto Cruz

La Razón
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No estaría de más que cualquier persona que tiene hoy alguna responsabilidad pública aprendiera unas reglas básicas de psicología a la hora de colocar mensajes en nuestra opinosfera. Y digo esto porque, por encima del déficit del sector público, de la prima de riesgo y demás factores de naturaleza metafísica, lo que más daño está haciendo a la confianza de los españoles en su propia economía son las palabras. Todo el mundo quiere expresar su parecer sobre la crisis: causas, procesos, consecuencias, soluciones, recetas mágicas... España necesita de un poco de silencio. Estamos hartos de tantas reflexiones en voz alta. Nadie practica el recato ni la intimidad del pensamiento: hemos llegado a un grado peligrosísimo de desarrollo de eso que Vattimo denominó la «sociedad transparente», todo cuanto pudiéramos imaginar está a nuestro alcance, nada se esconde; las zonas de sombra ya no existen barridas por la luz todopoderosa de la comunicación.
Y la raíz de ello se encuentra en una errónea interpretación de la responsabilidad. Parece, en efecto, que, en el momento presente, el buen gestor público es aquel que es capaz de comunicar con la mayor fidelidad posible el estado lamentable de las cosas. Tanto es así que, de una manera natural, se ha ido consolidando en España un «género dialéctico» de enorme predicamento entre políticos, periodistas, opinadores e intelectuales: el del «realismo de la catástrofe». Cercano, en ocasiones, a las violentas «snuff movies», este tipo de registro discursivo no ha tardado en degenerar en una absurda competición consistente en comprobar quién o quiénes realizan el análisis más severo, brutal y distópico de la realidad a fin de ganar el reconocimeinto del poder local y global. En España –que siempre hemos sido muy dados al realismo, tal y como lo demuestra fehacientemente nuestro glorioso «Siglo de oro»–, hemos conducido esta pulsión por el detalle escabroso a un nivel de exceso insostenible, en el que la mediocridad se ampara diariamente para conseguir el mejor titular y tener su minuto de gloria. Estamos destruyendo con nuestras palabras la espontaneidad de la sociedad civil para sobreponerse a los problemas; nos hemos convertido en unos agoreros profesionales a los que les luce anunciar malas noticias. La crisis está entusiasmada con nosotros.