Crítica de libros

Ganas de morir

La Razón
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Hay gentes de todo tipo en el mundo que no quieren quitarse la vida, pero sí sienten ganas de morir, viejos y adolescentes en particular. Los viejos, fatigados por haber vivido tanto, y los jóvenes, aterrados por cuanto les queda por vivir. Tal aborrecimiento del mundo tiene, clínicamente, una larga historia, prestigiada por comentaristas célebres, como André Gide, el escritor francés que escribió un libro sobre la presunta «secuestrada de Poitiers».

Dicha criatura reveló a sus amantes padres que quería retirarse del mundo y, de no acceder a sus ruegos, la perderían para siempre. Reclamaba su piadosa colaboración y ellos accedieron para no perderla. Pero, ¿de qué se trataba? No de retirarse a un convento, sino de amurallarse en su habitación, sin ventana alguna al exterior, tapiada la puerta y con solo un agujero por el que pasarle lo necesario para sobrevivir, agua y alimento, nada más. Ni luz ni ropa limpia ni jabón. Emparedada, enterrada en vida.

Durante muchos años, los padres hablaron de aquella hija «que no quería salir». Ellos mismos envejecieron, destacando como una extraña pareja, que apenas recibían visitas ni se relacionaban con el vecindario. Llegó un tiempo en que, a los viejos, ya no se los veía pisar la calle. La casa permanecía cerrada y silenciosa. Varias veces llamaron a su puerta y nadie contestó. Alertaron a la policía. Cuando éstos entraron se encontraron con dos ancianos, algo desnutridos y desastrados, pero protestando muy enérgicamente por aquella invasión. El interior no demostraba nada anormal, estaba limpio y ordenado y los viejos no daban el menor signo de enajenación.

 –«Ustedes tienen una hija. ¿Dónde está?» –«No quiere salir, y ustedes no tienen el menor derecho a violar su sagrada intimidad». Mas, a pesar de sus protestas, la policía encontró el muro con el agujero tapado por un cuadro. Se mandó abrir una entrada, y fueron testigos de algo demencial. La auto-secuestrada se había convertido en poco menos que un animal greñudo, que yacía sobre un estercolero apestoso. De inmediato se la tuvo por víctima de un sádico secuestro por parte de los padres, que fueron seguidamente encarcelados. Gide se interesó por aquel caso al persuadirse de que dichos padres se forzaron a pactar con la hija tan rigurosa decisión, y sus declaraciones casi los exculpaban. –«Era ella quien nos lo imponía, nos obligaba por amor y piedad ante su trastorno. Sólo cumpliendo con su gusto la podíamos conservar. Pero nuestra vida ha sido un infierno, sin poder cambiar una sola palabra con ella y cerciorándonos de que seguía con vida si escuchábamos algún ruido que lo demostrara. Había que tomarlo con resignación y no relacionarnos mucho con los vecinos, para no levantar sospechas. La secuestrada – según el juez– nos secuestraba también a nosotros y, con el tiempo, se nos han quitado las ganas de vivir».

Aquello era la triste verdad –«¿Quién es el culpable aquí?», se preguntaba el escritor francés. Esta forma extrema de renunciar voluntariamente a la vida y al mundo –sin contar con los eremitas y los padres del yermo– ha sido, en tiempos, más frecuente de lo que se cree.

Emparedados voluntarios, con suficientes testimonios privados y públicos que lo prueban, los hubo desde la Edad Media en adelante. Para la «novela gótica» –en el prerromanticismo– fueron un buen recurso terrorífico, a sabiendas de su histórica veracidad.

Hasta llegar a mi propia familia decimonónica. Mi bisabuela paterna así lo decidió: permanecer en sus habitaciones, sin salir jamás a la calle, casi muda, sin comunicar con la familia más de lo necesario. Y yo mismo, siento tentaciones de hacerlo cuando me encuentro sin ganas de vivir.

Pero en nuestro tiempo se produce otro lamentable fenómeno. El del anciano sin familia, que no quiere abandonar su casa por un aborrecible asilo, que coartaría su libertad; se entierra a sí mismo en su propia vivienda, se abandona, se rodea de basura y apenas se alimenta, sin ganas de vivir. Y algún día aparece muerto o a punto de morir. La asistencia pública ha llegado bien tarde. ¡Fatalidad!