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«Misterios de Lisboa»: La vida de las marionetas

Director: Raúl Ruiz. Intérpretes: Adriana Luz, Maria Joao Bastos, Léa Seydoux. Guión: Carlos Saboga según la novela de C. Castelo Branco. Portugal/Francia, 10. Duración: 272 minutos. Drama.

 
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El filósofo Gilles Deleuze patentó el rizoma, concepto que revolucionó los sistemas epistemológicos científicos, obsesionados por el orden y la jerarquía. El rizoma es un término que Deleuze tomó prestado de la botánica para responder al rigor taxonómico de ciertas disciplinas obcecadas en desarrollarse a partir de unos principios fundamentales. Cualquier punto del rizoma puede evolucionar en un principio, de modo que nunca hay un centro porque todo es núcleo y a la vez periferia. Las narrativas posmodernas, que culminan en el ejercicio del hipertexto, son rizomáticas, aunque Raúl Ruiz nos recuerda que quizá fue el barroco el periodo donde se originó el relato múltiple propio de la metaficción. Lo que logra en «Misterios de Lisboa» es impresionante: adaptar esa estructura rizomática, tan contemporánea, a las exigencias del folletín decimonónico sin recurrir a la distancia irónica de la parodia.

 La historia de un huérfano, que puede ser (o no) el hijo bastardo de una aristócrata, desata infinidad de historias que parecen secundarias, pero sólo lo parecen. A la aparición de un nuevo personaje le corresponde un nuevo relato oral y un nuevo «flashback», de manera que el tronco de la trama se ramifica una y otra vez creando una especie de mapa genealógico que destruye la sensación de centro, como si una misma historia se multiplicara hasta el infinito en una galería de espejos. El filme propone una cartografía del amor romántico a lo largo de cuatro horas y media hipnóticas –hay una versión televisiva que dura seis– que se consumen como un suspiro.

Ruiz respeta la gravedad melodramática de la novela de Castelo Branco adaptándola desde el movimiento perpetuo. La cámara se desplaza lateralmente como para poner en contacto dos realidades, infinitos tiempos encerrados en los marcos de las puertas, la sofisticada decadencia de un Visconti con el desaforado onirismo de Buñuel. La fluidez es su consigna: los hechos se concatenan, los personajes se ponen cien máscaras y el relato se transforma constantemente, como si fuera el sueño de un moribundo. Acariciar esa posibilidad, la que contempla este monumental delirium tremens como el modo en que alguien se inventa un pasado mientras abraza la muerte, enriquece aún más la lectura final de esta obra maestra, que no hace más que relatar la vida secreta de nosotros, los humanos, como marionetas.