Turquía
El nudo de la corbata
Durante 36 años vivió en el Real Madrid. Le educaron, cuenta; le hicieron persona, dice, y le dejaron en la calle porque los tiempos modernos requerían otra estampa, un nudo de corbata menos clásico, un librillo diferente. Le dolió. Cuando sólo era responsable de la fructífera cantera madridista no imaginaba verse fuera de la casa.
Entrenó porque se lo pidieron; consiguió dos Ligas de Campeones, dos Ligas, una Supercopa de España y otra de Europa y una Intercontinental. Al día siguiente de sumar el segundo título liguero le comunicaron que no le renovaban. Buscó nuevos horizontes y descubrió Turquía. Reflexionó a orillas del Bósforo; le deslumbró la luz de aquel estrecho y, desde Estambul, escribió en LA RAZÓN de los restos de Bizancio y de las exigencias del Real Madrid, que ya no le daría cobijo, salvo que cambiara radicalmente. Sin acritud, con recelo. Llama a las cosas por su nom- bre y a Maradona, «pesao», desde el cariño. Es hombre comprometido, elegante y generoso en los juicios. Discreto y afable; conoce cada detalle del mundo del fútbol y de lo que sucede en el campo o entre las cuatro paredes del vestuario nada le sorprende. Perplejidad le produce, cada vez menos, casi nada, lo que rodea al mundo del balón redondo allende las bambalinas. Tiene que escuchar sandeces como las que vomita el resentido de Toshack, que escribe como po- llo sin cabeza, y, como se considera lector, toma nota de consejos, críticas buenas y malas y de cualquier solicitud que abarque a su ramo. No alardea de títulos; pero le gusta recordar su trayectoria, de donde le vienen la formación y el poso. En las salas de prensa pone cara de póker porque está convencido de que la mejor manera de evitar las polémicas es ocultando en lo posible los sentimientos. Tampoco hace aspavientos en el banquillo; no quiere transmitir su inquietud al jugador. Es un hombre sereno y no conozco a nadie, bueno, a casi nadie, que hable mal de él. Pero tiene enemigos, gente que no perdona sus éxitos y a quie- nes ignora, porque no hay mayor desprecio. Ni siquiera le importa que en una cadena de televisión haya estado prohibido decir su nombre. Era el seleccionador, casi ni eso cuando España perdió contra Suiza. Después, a medida que la selección se encontraba y crecía, el responsable de la censura tuvo que escuchar, en sus informativos, Vicente del Bosque. Jugó en el Plus Ultra, en el Córdoba y en el Castellón antes de dar los primeros pases en el Madrid de Miguel Muñoz. Era un futbolista de porte distinguido que si fallaba el primer centro se descentraba. Ocurría pocas veces. Luego, después de disputar 441 partidos, fue el encargado de regar la cantera madridista hasta que las urgencias del club le empujaron hacia el puesto de entrenador. Prefería la interinidad, hasta que empezó a meter trofeos en las vitrinas del Bernabéu. A partir de ahí cambiaron sus costumbres y su vida. El éxito le le lanzó al estrellato y le cerró las puertas de «su» casa. En la selección, de la que se hizo cargo en julio de 2008, ha encontrado la paz de su profesión, la comprensión de los jugadores que no olvidaron a Luis y también su admiración. Dice Iniesta que Vicente se hace querer. Con lo que ha logrado sólo le desprecian los necios.
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