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El rapto de Europa

El diálogo, llámese de civilizaciones o de ideologías o como se quiera, es la única alternativa, aunque se entienda hoy utópica. 

La Razón
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El mundo parece cada vez más un pañuelo, pero de los de papel, de usar y tirar, arrugado y tan sucio que es conveniente echarlo a la primera papelera que descubramos. Y la España autonómica, esta mínima esquina, se ve obligada a recibir al emir de Catar –una de las mayores potencias en fondos de inversión– con todos los honores. Alguien debe salvar las Cajas de Ahorros a precios de saldo. Olvidémonos, pues, de obras sociales, del esfuerzo cultural y de poseer finanzas locales y próximas a la pequeña empresa y al ahorrador. Todo acaba desembocando en los mercados que ya se atreven a asomar la oreja, sea la de China con una exultante economía, no sin problemas, y carente de derechos humanos, o el de un Brasil próspero y progresista, que no tiene empacho en derruir un barrio de favelas y dejar a sus moradores en la calle para no desentonar ante un próximo acontecimiento deportivo. Europa –sólo parcialmente representada en una Unión diseñada a conveniencia de pocos o demasiados– tenía que convertirse en el espejo donde se contemplaran países, incluso dominantes, como los EE.UU. que mantiene, en algunos estados, la pena de muerte y su presidente ha sido incapaz de cerrar la abominación jurídica que representa la prisión militar de Guantánamo, de la que se dice que lo que ha revelado Wikileaks –que ya se suponía– resulta cien veces peor. Pero el espejo refleja una imagen poco satisfactoria. Aquel modelo inicial va diluyéndose por su mal gobierno. Occidente debería alegrarse de los movimientos en el Norte de África si éstos, en verdad, representan el deseo de las masas islámicas de adoptar el sistema democrático que Europa dice preconizar. Quizá salió medianamente bien en Túnez y el ejército sigue dominando en Egipto, pero en Libia se calibró mal la capacidad de resistencia de Gadafi. Y ahí estamos, apoyando militarmente a los rebeldes y los EE.UU. en franca retirada, ofreciéndoles una ayuda simbólica de dieciocho millones de dólares en productos no militares que aquellos (nadie se atreve a calificarlos) puedan precisar y los estadounidenses deseen vender. Eso sí, comprarán el petróleo de las refinerías de la zona que han permanecido incólumes a bombardeos y asedios. Otra cosa será Siria, donde los desmanes contra la población no han sido menores. Pero este país, fronterizo con Israel, es apoyado por Irán y contiene, a su modo, el radicalismo tolerable en la franja de Gaza. El Consejo de Seguridad tal vez se atreva, con reparos, a proponer alguna sanción simbólica, pero poco más. Sabemos desde siempre que la política internacional no se rige por reglas morales, sino por razones cínicas o estratégicas que no resulta difícil desentrañar. Refugiados de Túnez y algunos de Libia, países de un Mediterráneo que se supone también europeo, huyen de los conflictos y se refugian en la pequeña isla de Lampedusa. Berlusconi, en un desafío a Francia, el vecino, les otorgó papeles provisionales que les habrían de permitir llegar hasta el país vecino. Ambos son antiguas potencias coloniales y mantienen algunos lazos, pese a la transición histórica. Tras el cierre por unas horas de la frontera francesa y algunos dimes y diretes, Sarkozy y Berlusconi, sonrientes y cordiales, inquietos, todo hay que decirlo, por su escasa popularidad ante los comicios que se avecinan, llegaron al acuerdo de pedir a la UE una revisión del Tratado de Schengen por el que se permite la libre circulación, puesto que se trata de «circunstancias excepcionales».
Cuando en España no dominaba todavía el espectro del paro recibimos un masivo aluvión de emigrantes de Marruecos, de algunos países hispanoamericanos y hasta de la Europa del Este. Se entendió entonces que éste era un fenómeno nacional y que debía resolverlo el país afectado. Pero Francia e Italia constituyen un poder fáctico (son países fundadores) superior a España. Angela Merkel, con mando en plaza, entiende que la iniciativa debe partir del mismo seno de la Unión. Pero la nueva Europa tiende a encogerse. Ello, sin embargo, no supone falta de liderazgo –que algunos reclaman, algo así como el retorno de un Napoleón–, sino el desfase de un mecanismo que se está oxidando. Ya no se trata tan sólo de una economía que funciona a dos velocidades o a múltiples, sino algo más profundo: han raptado de nuevo a Europa y esta vez se llevan esencias fundamentales. Ya no puede ser un poder fáctico; apenas si pueden resistir los EE.UU. Pero esperábamos constituir el referente de una forma de vida que está también debilitándose, la sociedad de un bienestar para mayorías (la minoría desheredada es todavía menor que la estadounidense), una relativa justicia social, un aire viejo que había de aportar experiencia. Los pensadores de antaño que situaron Occidente frente a Oriente erraron en el diagnóstico. Sin embargo, algo permanece. Los conflictos bélicos son germen de otros. El diálogo, llámese de civilizaciones o de ideologías o como se quiera, es la única alternativa, aunque se entienda hoy utópica. Pero mal andamos al proponer este diálogo desde una España bronca, resultado, tal vez, de dirigentes incapaces de entender los deseos de una mayoría de la población. Broncos hasta en el delicioso opio del fútbol.