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Dice nuestra ministra feminista que no hay que indagar sobre la vida, que no merece la pena. Es sumamente práctica. En Chile han hecho todo lo contrario. Sacar a los mineros del pozo –nunca mejor dicho– ha costado una fortuna, pero al presidente Piñera, el pobre, todo le parecía poco con tal de salvar 33 vidas. A más de uno –o una– la razón de Estado le hubiese aconsejado olvidarse de estos trabajadores. Los mineros mueren constantemente en todas partes del mundo y nadie le hubiese reprochado al gobierno de Chile que diese por perdido un grupo de hombres sepultados a 700 metros. La empresa minera se había lavado las manos. ¿Por qué tenía Piñera que contratar un técnico carísimo especializado en prospecciones, traer maquinaria australiana, colaborar con la Nasa? Todo es relativo. ¿Qué derecho tenía a comprometer parte importante del presupuesto de un país con tantas necesidades como Chile? Sebastián Piñera es un eslabón de la tradición europea empeñada en considerar la vida un absoluto. La vida de la gente –parece pensar– no se calcula, no tiene parangón económico, vale todos los esfuerzos, merece incluso el martirio de los mejores. Paradójicamente, Piñera ha cobrado su hazaña en réditos también de popularidad y éxito político. Me alegro. Y me alegro de que la ministra vaya a cosechar exactamente lo contrario. Una mujer puede dudar sobre sacar adelante lo que lleva en las entrañas, puede incluso verse obligada a abortar, pero no puede negar que su feto sea vida humana, salvo que sea necia o malvada, y en ninguno de los dos casos merece el triunfo en la polis.