Castilla y León

Aprendizaje castellano

La Razón
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Hace ya algunos años que me fui en autobús de línea desde Burgos a Soria para ver el aula donde impartió clase Antonio Machado. Es un lugar de peregrinación, como la ribereña Collioure donde el poeta sevillano vio sus últimos días azules. El aula está encapsulada en el tiempo. Las puertas gritan a viejo, la tarima impone respeto, las bancadas huelen a madera recia y el sillón alto parece esperar tranquilamente a un profesor con gabán, asma y chasca en los bolsillos para encender una lumbre a sus alumnos si no hubiera lumbre. Sólo un libro abierto a las reflexiones del turista actualiza este espacio.

Todo esto es porque resulta que Soria, tal y como publicaba José Agudo en LA RAZÓN el domingo, es la «pequeña Finlandia del informe PISA». Es decir, que mientras Andalucía se acerca a los niveles de Rumanía, Moldavia o Trinidad y Tobago en matemáticas, ciencias y comprensión lectora, Castilla y León compite con los mejores países europeos.

Algo habrá por tanto que aprender de la comunidad castellana, y habrá que aprenderlo rápido, porque la brecha entre Andalucía y el resto de España se está convirtiendo en un mar insalvable, mientras Europa queda cada vez más lejos del sur. Las soluciones no pasan desde luego por las milagrosas becas 6.000 que anunció el ex presidente Chaves al calor de la propaganda electoral, ni por los ordenadores portátiles con los que los estudiantes andaluces matan marcianitos o revenden en algún mercadillo de arrabal. De Castilla y León hay que aprender, además de una mejor y más eficiente gestión pública, el rigor del esfuerzo que les regaló el duro clima, el respeto con el que se estrechan las manos los amigos –cosa bien distinta es la palmada en la espalda–, la familia compacta que tiende una alfombra de bronce hacia las aulas.

Porque no sólo las administraciones tienen la culpa. La bonanza económica ha convertido a la sociedad, a la sociedad andaluza especialmente, en un «vivalavirgen» prolongado y la educación la hemos visto como un subproducto de la filosofía del pelotazo. Es la hora de Machado, con su gabán, con su asma y con su chasca en los bolsillos.