Nueva York
Un barco sin suerte por Alfredo Semprún
El capitán Robin Walbridge era un marino de los de antes y mandaba un barco de los de antes: la réplica de un mercante inglés de finales del siglo XVIII, el «HMS Bounty», buque sin suerte que acabó incendiado por una tripulación rebelde en un maldito rincón del Pacífico Sur, la isla de Pitcairn. El motín, sus consecuencias penales más bien, había agitado Londres durante cuatro años, tiempo en el que el capitán William Bligh había pasado de héroe a villano. Depuesto del mando por su segundo, Fletcher Christian, caballero arruinado que prefirió las caderas de las tahitianas a los rigores del deber, fue abandonado en una lancha con 18 leales, recorrió 6.000 kilómetros y llegó con sólo una baja a Timor. Presos, años después, algunos de los amotinados fueron condenados a la horca. Pero entre los reos se hallaba un guardiamarina de familia aristocrática y muy bien relacionada con el Almirantazgo. Para salvar al jovenzuelo hubo que retratar a Bligh, que había navegado con el almirante Cook, pero carecía de apellido noble, como un sádico inflexible. Fue un éxito. La víctima convertida en un monstruo. El cine perpetuó la infamia pero, a cambio, nos trajo de las brumas del pasado la imagen casi exacta de uno de aquellos dioses del viento que ensancharon el mundo. El nuevo Bounty, botado en 1961, se construyó bajo los planos originales, pero algo más grande, 54 metros de eslora, para que pudieran trabajar bien las cámaras cinematográficas, y con dos motores. En su puente han representado otras vidas, más excitantes, Marlon Brando, Charlton Heston, Johnny Depp y Orlando Bloom. Entre rodaje y rodaje, hacía de crucero turístico, buque escuela y atracción de feria, desde su puerto de San Petersburgo, en Florida. A él volvía, tras unas reparaciones en Nueva Londres, Connecticut, cuando el huracán «Sandy» comenzaba su viaje de muerte hacia Nueva York. Robin Walbridge, con toda una vida en la mar y once años como capitán del Bounty, no se arredró: «Un barco está más seguro en el mar que en puerto». El 29 de octubre, olas de seis metros le echaron más agua de la que sus bombas de achique podían aguantar. Se pararon los motores, falló el timón y hubo que abandonar el barco. De los dieciséis tripulantes, catorce consiguieron embarcar sin problemas en las lanchas salvavidas, provistos con los equipos de supervivencia. Cuando llegó el rescate, faltaban dos: el capitán, por supuesto, e, ironías del destino, una tripulante de apellido Christian, como el del teniente rebelde que dirigió el motín. Su cadáver flotaba a pocos metros del barco.
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