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Maneras de mirar

La Razón
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Supongo que entre otras cosas, cada etapa en la vida de un hombre es una manera distinta de mirar. Yo he sido siempre un poco distraído, tanto que de niño me atropelló uno de los pocos coches que circulaban por la ciudad. El automóvil rodaba a muy poca velocidad, casi tan despacio como iba el suelo, y me dio un revolcón sin otros daños. Se armó algo de revuelo, pero sólo fue necesario ayudar al conductor a reponerse del susto. En casa me dijeron que había que mirar a ambos lados de la calle antes de cruzar. Tomé nota y desde entonces no han vuelto a atropellarme. Supongo que aquello fue el resultado indeseado de una deficiente manera de mirar. Con el tiempo descubrí que ser gallego me daba la opción de mirar de frente sin perder de vista las cosas que ocurrían en el rabillo del ojo. Ahora que soy mayor y echo en falta algo de mi anterior agudeza visual, me doy cuenta de que ha llegado el momento de mirar dentro de mí y preguntarme si me gusta lo que veo.
Ya no se trata sólo de llegar sano y salvo al otro lado de la calle; ahora es necesario hurgar en las honduras místicas y decidir si el espectáculo es el que esperaba encontrarme o serán necesarios algunos cambios.
A simple vista estoy bastante conforme con lo que ocurre dentro de mí, aunque luego le echo un vistazo a las calles que me quedan cerca y sé que me fijo en cosas que antes no me llamaban tanto la atención.
De regreso a casa me di cuenta el otro día de que no había reparado en si había puestos de castañas asadas, ni señores vendiendo globos en el parque, como cuando era un crío, y en cambio recordaba haber visto varias funerarias. La mía es ahora otra manera de mirar la vida.
No se trata de justificarla, ni siquiera de entenderla, sino de llevar encima los papeles que ayuden a la identificación de mi cadáver en el caso de perderla habiéndome cortado ese día las uñas de los pies.
De niño quise ser piloto pero desistí porque me pusieron gafas y mi única opción razonable era pilotar un topo.
Naturalmente, ya no echo de menos la carlinga del avión de entonces. Me mueve ahora una manera indirecta y distinta de mirar. Por eso cada vez que me gusta una señora, por miedo a fracasar tengo la razonable tentación de tirarle los tejos a su marido.