Sevilla
Lluvia caldosa
Cada vez que alguien me sugiere algo que le parece interesante, cualquier cosa que supone que podría apasionarme, le contesto que habría sido mucho mejor en otro momento, algún tiempo atrás, cuando de cualquier decisión acertada que tomase estuviese seguro de disponer luego de tiempo para permitirme el placer de recordarla. Considero que en mi vida ha llegado el momento de renunciar a la posibilidad de que me ocurran cosas memorables con cuya evocación pueda disfrutar el día de mañana, así que por lo general mis relativas ambiciones son todas a corto plazo, consciente de que ha empezado a descontar el último tramo de mi existencia y no hay que descartar que me sobreviva el humo del cigarrillo que arde ahora mismo en el cenicero. Esta mañana al repostar en la gasolinera dudé si llenar el depósito o hacer un gasto menor en previsión de que me desplomase sobre el volante del coche nada más salir de la estación de servicio. Aunque no he amasado una fortuna, ni puedo vivir de rentas, seguramente por culpa de esa sensación de fugacidad vital, es por lo que tanto me dan ahora en la vista las placas de los notarios, el taller del marmolista y los aparcamientos de los tanatorios. Mientras circulo por la carretera me distraigo a ratos de lo que se me viene encima, amaino la marcha y miro cómo se desvanecen el paisaje y la vida en el retrovisor del coche, y lo hago con una mezcla de resignación y de nostalgia, como si jamás fuese a pasar de nuevo por esa carretera. La última vez que cené con alguien permanecí un rato ensimismado mientras el camarero esperaba a que ordenase el menú. Me preocupaba que mi futuro ya hubiese prescrito y se me pasó por la cabeza la idea de que lo más sensato sería aligerar los trámites de la cena ordenando que esa noche fuese el postre el primer plato. Ya sé que, en los tiempos que corren, a mi edad ya nadie es demasiado mayor para vivir y que León Tolstoi tuvo agallas para largarse en invierno de casa cuando ya era un hombre octogenario y enfermo. El anciano escritor se sintió indispuesto y murió casi a solas con su aliento en la solitaria estación de trenes de Astapovo. A mí me falta ese arranque viajero, así que no pienso ir demasiado lejos. Carezco también de entusiasmo por el porvenir. De hecho, ahora cada vez que paseo por la calle desisto de quienes van delante y me conformo con emparejarme con las pisadas de quienes me alcancen. Lo cierto es que, ahora que se acerca el invierno, mi plan más ambicioso es soportar estoicamente la humedad de Galicia mientras imagino lo agradable que habría sido recordar algún día lo gratificante que resultaba en la benéfica latitud de Sevilla esa lluvia floral y caldosa que dicen que hidrata el fuego y seca el suelo…
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