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Indian Summer (I): Bollywood

La Razón
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Los lectores de LA RAZÓN saben sobradamente que dedico los veranos a viajar y que de esos periplos dejo constancia en estos artículos. Este año, aprovechando la época de los monzones, he optado por dirigirme a la India y de lo más notable iré dando cumplida cuenta en próximas semanas. Adelanto que, en contra de la imagen que puedan tener muchos, la India –con sus mil doscientos millones de habitantes– es una potencia económica de características verdaderamente prodigiosas. Quizá el ejemplo más conocido –que no el único– es el que proporciona Bollywood, el nombre peculiar dado al cine de producción india. A día de hoy, India produce más películas que los Estados Unidos –no digamos ya que la Unión Europea– y también cuenta con una repercusión internacional que supera al cine norteamericano. Es cierto que Stallone o Schwartzenegger –pocos más– pueden ser aplaudidos en los cinco continentes, pero, por regla general, las películas indias son más vistas en todo el mundo por la sencilla razón de que las consumen con auténtico entusiasmo los aficionados al séptimo arte de Asia. En China, Indonesia o Medio Oriente, el cine de referencia habla hindi –con referencias ocasionales al inglés– y se ha producido en algún lugar del Indostán. Naturalmente, habría que preguntarse por las razones de ese éxito, especialmente si se tiene en cuenta que la diferencia no ya entre japoneses, chinos o indonesios es no escasa sino que además las que separan entre si a los mismos indios resultan de consideración. La clave, una vez más, se encuentra en la no intervención del estado en el cine indio. A diferencia de lo que sucede en España, ni una sola rupia de los contribuyentes va a parar a las producciones cinematográficas indias. Por el contrario, dependen en su totalidad de las inversiones privadas y, como me señalaba hace un par de días un amigo indio, «los empresarios que invierten en cine, si han puesto un millón, esperan recoger al menos dos». Precisamente porque cada producción es una apuesta, el cine se ha esforzado por agradar al público y ha ido alcanzando una calidad verdaderamente notable. Se pueden hallar con facilidad dramas y comedias, musicales y cintas históricas e incluso de carácter mágico o destinadas al público infantil. La factura –sin entrar en otras cuestiones– de las películas resulta verdaderamente extraordinaria hasta el punto de que, a día de hoy, ciertas producciones sólo pueden acometerse en Hollywood o en la India. No, desde luego, en Reino Unido, Francia o mucho menos España. Una vez más, la India es un testimonio vivo de que la iniciativa privada puede dar frutos extraordinarios mientras que, por el contrario, el intervencionismo acaba arruinando el lugar donde arraiga. El caso español es, al respecto, paradigmático. Hace ya algunas décadas, Bardem y algunos otros pontificaron sobre el estado del cine español –muy equivocadamente– dando inicio a una visión que aniquiló la existencia de los grandes estudios y abrió la puerta al marasmo cinematográfico en que vivimos. En la India, el camino seguido ha sido el opuesto. Allí es imposible encontrar en las salas de proyección un bodrio de la categoría de «Mentiras y gordas». A cambio, cuentan con el único cine del mundo que puede verdaderamente competir con el de Estados Unidos. Decididamente, aquí nos hemos equivocado en algo.