Feria de Bilbao
Gloria de Talavante al natural
Las Ventas (Madrid). Octava de San Isidro. Se lidiaron toros de la ganadería de El Ventorrillo, muy bien presentados, serios. El 1º, buen toro; el 3º, bravo, bueno e importante; el 2º, con movilidad, pero a menos; 4º y 5º, se desplazaron sin clase; el 6º, manejable, pero con poco fondo. Lleno de «no hay billetes». El Cid, de azul marino y oro, pinchazo, estocada buena, diez descabellos (pitos); dos pinchazos, estocada desprendida, descabello (silencio). Miguel Ángel Perera, de teja y oro, aviso, dos pinchazos, media (silencio); media, estocada (silencio). Alejandro Talavante, de malva y oro, estocada (dos orejas); media tendida, aviso, descabello (silencio).
No sabría decir qué es. Imposible. Pero ocurre a todos, 24.000 personas casi por igual. Al instante. No, en un instante. Una décima de segundo para despegar un olé, para arrancarlo de la garganta más profunda, rota, quebrada, amargada en ocasiones.
Es la emoción. Emoción que explota por el arte, la belleza que se consume ante los ojos mientras nos llena, desborda. Nada existe, antes, durante... Y un rato después. El amor que se evapora. La historia que se consolida entre toro y torero. La de ayer fue un romance. Un romance de Madrid primero con «Cervato». Tercer Ventorillo de la tarde. Precioso de presentación. Hermoso de hechuras. Una pintura, de museo. Bravo en el caballo en la única vara que tomó, en la anterior se echó a los lomos al caballo y desmontó al piquero.
No hubo lugar para la suerte. Hasta ahí, «Cervato» ya tenía hueco en Madrid. Había que ratificarlo, que toros así se frustran en la muleta y bravos astados entierran a mediocres toreros. De siempre ocurrió. En el centro del redondel planteó Talavante el duelo, en el justo equilibrio de las fuerzas, montó la faena y de natural en natural camino a la eternidad le quedó en faenón. Ligó por la derecha en el comienzo, máxima expresión en los de pecho, cargados, erguida la figura, mandada la embestida.
Toreaba con todo, acompañábamos algunos desde los asientos... Pero si hubo toreo descomunal, del que mañana seguiremos dando cuenta, ése fue en el poder a poder por naturales. Ceñidos, no había lugar, cuerpo- toro a milímetros, profunda la embestida, y esa muñeca que alarga más y más la brava y humillada arrancada de un toro que fue de bandera. Bravo Ventorrillo, bravo torero. Bajó por un momento la vibración del trasteo, el difícil juego de las energías...
¿Perderíamos el rumbo? Nos puso Talavante de nuevo en órbita en unas manoletinas de cortar el hipo. Se arrancó a cuatro metros el toro en la primera y le arrolló después, la emoción fluyó en ese natural que remataba la serie y nos hacía pensar en todos los que nos habíamos llevado puestos. Qué bonito había toreado Talavante. Taladradas las zapatillas en la arena, encajada la cintura, y templado, con leves toques de muñeca para llevarnos al más allá estando en el más acá.
En la estocada se le iban los restos, la gloria de cruzar Madrid. Se fue detrás de la espada, a sangre y fuego. Y la muerte quedó en todo lo alto para dignidad del ritual. Dos orejas. Puerta Grande para el toreo. Y vuelta al ruedo había merecido el toro. Resultó injusta la ceguera del palco al no premiar lo que había entregado el animal sobre la arena.
Con otro ambiente ya se le esperaba en el sexto. Con movilidad, menos fondo. Otra cosa. La faena de Talavante anduvo por el buen camino. Aunque estábamos ya pensando en el peregrinar a la calle Alcalá. Inmenso premio para las delicias de Talavante al natural.
Perera no se llevó lote. El quinto tuvo poco motor y el segundo, apuntó pero se apagó pronto. El Cid...
A El Cid le tocó otro Ventorillo para no salir andando de Madrid, sino enmarcar la foto de la Puerta Grande. Bravo y con mucha transmisión. Un toro para esta plaza. Aquí, ahora o nunca. En nunca se quedó. El cuarto tenía la casta contada, pero el tren le había pasado ante los ojos antes, y ni con el billete sacado.
A Talavante se lo llevaron después, entre pasión, locura, y excesos policiales a hombros por la Puerta Grande. Por tocarle, y robarle algún adorno del vestido, a punto estuvieron de tirarlo en mitad del pasillo. Izado, reventado, crucificado, entre la multitud, allá donde todos los toreros quieren ir a parar en los atardeceres de mayo.
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