Historia

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Guiso de calamares (II) por José Luis Alvite

La Razón
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No era fácil entender las razones por las que aquel tipo había asesinado a un hombre y se dedicaba a delinquir. Al gitano Dimas Gabarri su conciencia le aconsejaba no matar, pero resultaba que su dignidad le impedía mendigar, así que casi sin que me diese cuenta se convirtió en una especie de becario al que me vi en el compromiso de costearle una parte de sus gastos y algunos vicios. Al menos la mitad de mi sueldo acababa en sus manos. Con razón una madrugada entró exultante en un céntrico pub de la ciudad y presumió de vivir del periodismo. Entre mi cobardía y su verborrea, aquel tipo había conseguido invertir los papeles y yo me sentía como el ventrílocuo al que su muñeco le metiese de vez en cuando la mano por el culo. Naturalmente, Dimas lo veía de otro modo. Para él nuestra relación se trataba de una perfecta muestra de buena vecindad, la demostración de que el periodismo podía alimentarse de la realidad por su cercanía a las fuentes, sin recurrir a la Policía, algo así como comprar el pescado en la cubierta del palangrero sin necesidad de pasar por la lonja. A cambio de arruinarme por culpa de Dimas, reconozco que gracias a aquella vecindad nadie me pisaba una noticia. Todos los datos que me traía aquel tipo eran fiables. Dimas tenía la mirada sesgada como si me viese a través de los ojos despoblados de un muerto y yo a veces pasaba miedo al enfrentarme a sus ojos en la oscuridad del callejón. También él temía que los otros criminales descubriesen que era un delator y no comprendiesen que lo suyo no era traición, sino periodismo. Una madrugada me dijo: «Tendrás que arreglártelas sin mí. No puedo traicionar a mis colegas. Puede que no lo entiendas, pero en este caso mi conciencia no me permite ser decente».