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La tradicional amistad con los árabes

La Razón
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De mi infancia durante el franquismo guardo multitud de recuerdos. A decir verdad, me basta sentarme y cerrar los ojos y, al cabo de unos instantes, como conjuradas por un poderoso mago, llegan desde el pasado frases y consignas del tipo de «Su Excelencia el Jefe del Estado ha inaugurado…» o «Don Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo…» o «en estos momentos una sentida saeta…» o «gol de Gento…». Son docenas de retazos de una época que uno pensaría llamada a desaparecer salvo en los recuerdos tras el 20 de noviembre de 1975, fecha en la que un dictador al que, según cuentan algunos, combatieron encarnizadamente millones de españoles murió en la cama con una tranquilidad en las calles ciertamente sobrecogedora. Sin embargo, no ha sido así. Es más, ZP ha conseguido desarrollar una política internacional que recuerda llamativamente la del primer franquismo, el más duro y azul, aquel en que crecieron aprovechándose de él algunos de sus ministros y periodistas más bien amados. Si bien se mira, a estas alturas, la política exterior de ZP se mantiene sobre la base, bien triste, casi patética, de las estrechas relaciones con algunos dictadores hispanoamericanos mucho menos presentables que el atildado Perón y –sonsonete incansable del franquismo– «la tradicional amistad con los pueblos árabes». Alianza de Civilizaciones aparte, el acercamiento a los países islámicos resulta tan acentuado que, en el último lustro, el Gobierno de ZP autorizó ventas de armas y material susceptible de uso militar desde España a los principales países del norte de África y Oriente Próximo por un valor de nada menos que 558,6 millones de euros. El dato, que no tiene desperdicio, llega a resultar alarmante cuando se desgrana la cifra. El mayor cliente de esta amistad armadora es Marruecos, una nación que mantiene una política de agresión contra España desde hace sesenta años. Le siguen Argelia, nación nada caracterizada por la suavidad de su Ejército o su Policía, e Irán, un auténtico peligro no sólo para Israel sino, en general, para todo Occidente. A estos ejemplares regímenes se suman Bahréin, Arabia Saudí –nación constantemente denunciada por su negativa a reconocer los derechos de las mujeres y la libertad religiosa, por el uso frecuente de la tortura y por la financiación del terrorismo islámico– y, ¡oh, sorpresa, sorpresa!, la Libia del coronel Gadafi. Ya es grave que el Gobierno autorice la venta de armas a una dictadura, pero en este caso concreto, resulta todavía peor si cabe. La represión de los civiles libios se está llevando a cabo con material español y la única nación que, expresamente, ansía quedarse con una parte de nuestro territorio nacional se arma gracias a nosotros. Supongo que todo esto se justificará apelando a «la tradicional amistad con los pueblos árabes», pero transparenta, a la vez, una inmoralidad y una necedad. Quizá en ella resida la explicación de esas prisas que le ha dado al gobierno de ZP y a sus terminales mediáticas por silenciar a Gadafi o el cariño conmovedor que sienten hacia el teócrata de Marruecos, pero, en cualquier caso, deberían recordar que esa «tradicional amistad» nos costó la guerra de Ifni, el apresamiento de nuestros pesqueros y la pérdida del Sáhara. Si de verdad quiere este Gobierno tener memoria histórica de la buena no debería pasarlo por alto.