Londres

Lo siento pero un asco

La Razón
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No creo en el progreso de la gastronomía. Y menos aún en los intercambios culturales al respecto. Creo en la buena cocina, en la regular y en la mala, y opino como William Delton que la comida es para comer, no para enmarcar y colgar en la pared, que es lo que pretenden algunos cursis con la Nueva Cocina. Oí esta frase, demoledora, de una señora muy inteligente después de cenar: «La comida malísima, pero preciosa».

Este fin de semana he experimentado una novedad desagradable. Mis amigos Icíar y Carlos me han convidado a cenar en un «japo». El «japo» no es otra cosa que el diminutivo cariñoso que aplican a los restaurantes de comida japonesa los aficionados a ingerirla. Peces crudos, soja y algas. Una extravagancia. Elegí de primero algas, de segundo otro tipo de algas, y de postre algas con azúcar. Todo menos un pez crudo. El pez crudo lo comía el protagonista que Hemingway creó para su «El Viejo y el Mar». No tenía otra cosa que llevarse a la boca. De haber comprado un poco de jamón de York antes de abandonar el puerto, ni pez crudo ni vainas. Pero los «japo» abundan en Madrid, y no hay más remedio que acordarse del general Mc Arthur. Antonio Mingote, que es un gran conocedor de la cocina tradicional, abomina de las aves de caza para comer: «Es como si te comieras a un atleta». Y Churchill era un gastrónomo inglés, lo que resulta contradictorio, como casi todo en el gran genio de la política del siglo XX.

Definió la cocina inglesa con gran acierto después de comer en el restaurante más caro de Londres: «Si la sopa hubiera estado tan caliente como el vino, el vino hubiese sido tan viejo como el pavo, y el pavo hubiera tenido la pechuga de la camarera, la comida habría sido excelente». Vuelvo a los «japos». Los «maitres» y camareros desprecian al ignorante. Mi amigo Javier Loring, de Gijón, estuvo a punto de ser expulsado de un restaurante japonés por pedir huevos fritos con jamón y patatas. Tampoco le gustan las algas y los peces crudos. Y son carísimos. Será la soja, porque de lo contrario no lo comprendería. Me refiero a los precios. Abandoné el «japo» sometido a una gran debilidad. Tan acusada debilidad como la que me desvanece en los largos trayectos aéreos después de leer la advertencia de Hermione Gingold, célebre por sus perspicacias: «En un avión, todo lo que es blanco es dulce y lo que es marrón es carne. Si la comida es gris, no la comas». Gracias a su consejo, he sobrevivido.

Llevo tres días regurgitando algas. Un golpe de tos y despido algas del Pacífico, del Atlántico o restos del postre de algas. Lo más chocante de los restaurantes japoneses, es que no hay japoneses. En cambio, en los establecimientos tradicionales hay más hijos del país del Sol Naciente que en el Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena en la Musikverein, del que los turistas japoneses han expulsado a los austriacos, exceptuando al segundo violín y al que golpea los platillos durante la Marcha de Radedzky. Frase muy castiza madrileña de hogaño: «Jugamos un partido de "paddle"y después cenamos en un "japo"». Y el júbilo se extiende, se desborda y se desparrama.

Con la libertad que me conceden los años cumplidos; con la independencia que me brinda mi simpatía por las imprudencias, y con la distancia que establezco entre mi humilde persona y lo políticamente correcto, afirmo sin rubor, que los restaurantes «japos» son un asco.