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Súper lata

Retomo hoy, con renovados y encendidos bríos, la tarea que inicié este verano y que no es otra que la de demostrar que el ser humano es gilipollas perdido. El último comportamiento absurdo tiene como escenario el supermercado.

La Razón
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El súper, ya sea de barrio, de cadena, de postín o pelagrero, somete al comprador a una serie de situaciones a través de las cuales queda demostrado que no hay nada que iguale más a las personas que una cola. En una cola somos idénticos, clavaditos, estamos cortados todos por el mismo patrón y hacemos las mismas estupideces. Por ejemplo: ponemos la misma cara de tontos cuando la empleada encargada de cobrar nuestra compra decide que se cierra su caja. Porque ésa es otra: ¿por qué ley, principio, o motivación se rige una cajera cuando cierra su caja aunque haya mucha gente esperando y sin avisar previamente para que los clientes no gasten su tiempo? Yo creo que es un juego privado que tienen las cajeras para vengarse de nosotros, sinceramente. Ellas, de pronto, cierran su caja y entonces asisten a esas ridículas prisas que nos entran a los clientes para ganar un puesto en otra cola arrastrando el carrito, aunque haya que saltarse a una anciana o pisar a un niño.

Ahí no hay solidaridad que valga, señores, ahí sólo hay seres humanos perdiendo la compostura por adelantarse un pelín al resto. Otra característica común es la manía que se le coge al ser humano que lleva una compra grande. El horror del pedido. La tragedia del pedido. Oh, no, Dios mío, un pedido. Así que, alrededor del que lleva un pedido se establece un perímetro de seguridad que bien pudiera asemejarle a un apestado.

 Otras personas que tampoco gozan de excesiva popularidad entre sus congéneres son aquellas que llevan mucho suelto y un monederito para los céntimos. Caras de pánico provocan esos monederitos, oigan. Eso por no hablar de la escena en la que el código de barras no pasa. Que te dan ganas de abandonar la compra y decirle a la cajera que lo dejas todo y que ya volverás un lustro de estos. Porque el código de barras no pasa y entonces se repite el proceso: la cajera intenta meterlo manualmente, pero se da cuenta de que no está completo o se ha caído. Titubea, mira alrededor, y entonces pide a alguien que vaya y avise a un mozo para que venga un tercero. El tercero entonces tiene que pasearse por el establecimiento hasta dar con otro idéntico y marcadito estupendamente. Total, que te empiezas a arrepentir de haber cogido aquel manojo de espárragos para hacerlos a la plancha, y miras a la cola y notas cómo los que esperan tienen ganas de clavarte una daga o, en su defecto, empalarte con los trigueros. Así que, cuando vuelves a casa, te tienes que tomar un Aquarius. Por Dios bendito.