Fotografía

La sombra del delator por Germán CANO

Cartel de la película «El proceso», dirigida por Orson Welles
Cartel de la película «El proceso», dirigida por Orson Welleslarazon

Como es conocido, no pocas reacciones de indignación ha suscitado la reciente invitación de la ministra de Sanidad, Leire Pajín, a denunciar a los infractores de la Ley Antitabaco en vigor desde el 2 de enero de 2011. ¿Una llamada a la delación más propia de regímenes totalitarios que de sociedades democráticas? Digamos que resulta curioso que la ministra haya subrayado el aspecto «cívico» de la denuncia. Nada más lejos de la realidad: la falsa apelación a la ciudadanía de Pajín esconde justamente la total desaparición del genuino sentido de lo público y su mera transformación en un espacio de imposición sanitario.

Para comprender el porqué de este cambio, es necesario valorar el nuevo objeto de batalla político que surge entre la segunda mitad del siglo XVIII y el XIX: la población. Al mismo tiempo que el Estado comienza a interesarse por gestionar la natalidad, la mortalidad, la longevidad o la salubridad, irrumpe una inédita forma de poder, la biopolítica.


Ruptura con la tradición
Como ha recordado Michel Foucault, a partir de aquí el mundo moderno se adentra peligrosamente cada vez más en un umbral biológico donde el ser humano pasa a ser objeto de un control directo. Esta nueva preocupación por el cuerpo marca una diferencia básica con la tradición política anterior y su concepción del derecho. Ahora el problema de la vida en general se reduce a la intensificación de la vida productiva y la minimización de costes.

Es decir, con el paso de la vieja soberanía al poder moderno, las cuestiones de vida que antaño se mantenían en una total opacidad (la higiene, la salud) se revelan en este momento como decisivas. Lo que, más allá de sus siglas ideológicas, no tienen en cuenta nuestros gobernantes es que esta biopolítica no coincide ya con la idea de cuerpo social de la teoría ilustrada del derecho.

Lo que está en juego en esta nueva tecnología no es exactamente el espacio social como ámbito jurídico de seres responsables y autónomos, sino la instalación de mecanismos profilácticos de prevención alrededor de posibles amenazas contaminantes para el buen organismo productivo.

Lo irritante de esta invitación a la delación no es sólo su ideología biopolítica, sino su indisimulado paternalismo. Una medida que infantiliza al ciudadano y lo arroja a una «minoría de edad» intolerable bajo el falso pretexto de ser un bien ciudadano. Lo peligroso de la misma radica en que, bajo la coartada de un valor hoy sintomáticamente omnipresente –la salud–, se fomenta un estado de sospecha generalizado que pone bajo sospecha todo tejido social. El exceso de este poder radica en legislar de antemano y desde un fundamentalismo médico sobre un espacio social en el que sólo tendría que regir la buena educación y el civismo democrático.

En este escenario profiláctico donde el ambiente ha de ser purificado de humos tiene lugar una regresión del concepto jurídico de ciudadanía, toda vez que el ministerio médico de turno se convierte en juez último del cuerpo social. La posible infracción se convierte así más en objeto de diagnóstico que de derecho, más competencia de un discurso técnico que de uno representativo de la soberanía democrática.


¿Posibilidades de resistencia?
Allí donde se impone el poder, siempre cabe observar la tenacidad e invención de la gente. Siempre ha sido así y por ello no tardaremos en observar nuevas complicidades forjadas en la intemperie frente a los embates de la privatización aséptica del espacio. Como sismógrafo incomparable de los nuevos infiernos contemporáneos, Kafka intuía que cuando la salud releva a la salvación del alma, el poder no tarda mucho en meterse en tu cama. Esto es justo lo que sucede al final de «El proceso», donde el protagonista, K., se enfrenta a un poder que reclama una absoluta transparencia individual a la mirada de los otros.

En realidad, K. no tiene derecho al secreto, a una posible frontera entre lo público y lo privado, se siente continuamente perseguido, expuesto a una situación de infantilismo continuo donde dos funcionarios le sorprenden en la cama, le detienen y se toman su desayuno. Cierto, no estamos aquí muy lejos del sueño totalitario de «la gran familia sin secretos».


Germán Cano.
Filósofo