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Eso la decencia por Alfonso Ussía
Nadie se confunda. No defiendo un régimen autoritario. Sí a muchas personas decentes que lo tuvieron todo al alcance de sus manos y no permitieron que ni una sola peseta se desviara a sus bolsillos. He leído un formidable artículo del no menos formidable Manuel Martín Ferrand, en ABC. Se lo dedica a Claudio Carudel, y nos narra una inolvidable y divertida anécdota de un domingo en el hipódromo. La Yeguada Militar competía con varios de sus caballos, y en el hipódromo se presentó, conduciendo su «Seiscientos», el que era Vicepresidente del Gobierno, el Capitán General Muñoz-Grandes. España salía de su durísima posguerra y la economía temblaba. A Muñoz-Grandes no le gustó la cantidad de coches oficiales con matrículas del PMM presentes en el aparcamiento de socios. Habían acudido al hipódromo llevando a ministros, subsecretarios y altos mandos militares. Llamó a uno de los conductores, el de más rango, un brigada de Infantería, y le ordenó que volvieran a Madrid a sus respectivos garajes. Al término de la reunión hípica, los ministros, subsecretarios y altos jefes militares que habían acudido en sus coches oficiales con sus esposas se las vieron y desearon para conseguir un taxi que los llevara a sus casas. El Capitán General volvió en su flamante «Seiscientos».
El palacete de Castellana 3 albergaba la Presidencia del Gobierno. Era el Día de la cuestación en beneficio de la ayuda contra el cáncer. Presidía la mesa petitoria instalada ahí la esposa del entonces Presidente del Gobierno, el Almirante Carrero Blanco. La mujer de Carrero, Carmen Pichot, para agradecer a sus compañeras de mesa la colaboración prestada, encargó en el inmediato restaurante «Jockey», templo sagrado de la gastronomía madrileña, unas bandejas de canapés y unas bebidas. Llegó el Almirante y reconoció, por el inconfundible cuello verde de los camareros de «Jockey», a quien servía los canapés y las bebidas. Y amablemente le preguntó por el motivo de su presencia. «La señora de Carrero Blanco nos ha encargado este servicio». «Pues servicio cancelado», dijo Carrero. Y dirigiéndose al camarero, que era el célebre Torres, por quien supe del sucedido: «Muchas gracias. No tenemos dinero para pagar un restaurante tan caro. Dígale al señor Cortés de mi parte que considero sus canapés como su aportación a la lucha contra el cáncer». Cortés, enterado del asunto, se presentó en la mesa y depositó un generosísimo donativo.
Casualmente y por haberlos conocido desde muchos años atrás en Comillas, soy amigo de Agustín Muñoz-Grandes Galilea, Teniente General e hijo del Capitán General Muñoz-Grandes, y de Luis Carrero Blanco Pichot, Almirante de la Armada. Dos personas excepcionales, militares ejemplares y abiertos al respeto por todas las ideas. Sus padres fueron dos personajes con un poder ilimitado en todos los sentidos. Sus hijos no heredaron de ellos otra cosa que el ejemplo de la honestidad. Tanto uno como otro viven modestamente de sus pensiones de retiro después de cuarenta años de servicio a España en las Fuerzas Armadas. Se podrá discutir el beneficio o el perjuicio que las ideas políticas –para mí, supeditadas a la interpretación militar de su situación– procuraban en aquellos momentos. Pero nadie, ni sus más enconados enemigos, ni sus más resentidos adversarios, pueden poner en duda la decencia y honestidad de aquellos poderosísimos señores que durante decenios, y hasta su muerte, cerraron sus bolsillos al vuelo de una peseta ajena. Tomen nota los de ahora.
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