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Calendario sin fechas por Sabino Méndez
Este año, hemos gozado en Madrid de un inesperado alargamiento del verano que ha llegado hasta noviembre. Por ello, he retrasado la habitual columna de cada año sobre la llegada del otoño a la ciudad. Me perdonarán la coquetería literaria. Los grandes articulistas de la Historia tenían tradición de repetir anualmente tema de columna cuando llegaba su estación favorita. Obviamente, la estación más solicitada era casi siempre la primavera, por aquello del despertar de la vida y el canto de los pájaros, aunque se hizo clásica la de Josep Pla, pura gula, celebrando la llegada de la cosecha de guisantes cada año. Uno aspira cándidamente a que imitando esas conductas literarias, se le pegue algo del talento de los maestros. No creo que sea reprochable en la medida que hasta los gigantes como Pla han traducido directamente el título de sus columnas del «Journal sans dates» de André Gide.
Si escogí el otoño para mi epifanía particular sin duda ha sido por mi establecimiento en Madrid. Descubrí que la ciudad no es tan implacable (ni su sol, ni su frío) como la imaginan desde fuera. Tiene otoños dulcísimos con tacto y aroma de almohada soñolienta. Otras veces, como este año, el otoño toma forma de primavera parisina invertida: queda todavía un resto de calor en la atmósfera y pasan nubes veloces entre charcos de sol que riegan súbitamente los árboles verdiocres de El Retiro. Es tiempo para una gabardina ligera sobre el traje y la bolsa de viaje en bandolera. La camisa desabrochada y los zapatos, dando largos paseos de un barrio a otro, acharolándose en los charcos. Benet tituló un libro de reminiscencias como Madrid, Otoño hacia 1950. Solo ahora entiendo la belleza evocadora (y no la simple datación) que quiso atrapar en esas palabras.
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