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Un gran reinado y un éxito para España
La proclamación del Rey Juan Carlos el 22 de noviembre de 1975 cerró un régimen autoritario que duró cuarenta años, una etapa excepcional en nuestra historia. Un nuevo Rey, Don Juan Carlos I, tomaba las riendas de la Transición. Simbolizaba el espíritu renovado de una nación antigua que aspiraba a vivir en paz consigo misma y con las demás naciones. Don Juan Carlos venía a representar algo más que una simple tradición: significaba también el trabajo de perdón y reconciliación que los españoles habían hecho por su cuenta en los años del régimen de Franco y que se plasmaría en la magnífica obra de la Transición. Para seguir avanzando, los españoles volvían naturalmente a la institución que simboliza desde muy antiguo la nación, aquello que nos une a todos, y que parece indistinguible de su naturaleza, de su constitución.
Muchos de los retos que se planteaban a la monarquía española, es decir, a nuestra democracia liberal y parlamentaria, han sido superados desde entonces. Con Don Juan Carlos hemos pasado varias crisis económicas, algunas de ellas terribles, con tasas de paro aún mayores que las actuales y tasas de inflación inimaginables ahora mismo. España se integró en las instituciones europeas, en algunas de ellas, como en el euro, en calidad de protagonista desde el primer momento. También está ya en todas las organizaciones del mundo democrático y, en contra de lo ocurrido antes, ha tomado parte con solvencia en algunos de los más graves conflictos de nuestro tiempo. Es un nuevo motivo de orgullo.
Hemos construido una democracia centrada y que defiende las libertades, un Estado de bienestar que garantiza la cohesión, formas de representación territorial nuevas. También hemos integrado a millones de nuevos compatriotas. En conjunto, los 35 años de reinado de Don Juan Carlos son un gigantesco éxito para España. La monarquía ha demostrado su utilidad al servir de base institucional, como poder realmente «moderador», a cambios monumentales, que no han estado desprovistos, lógicamente, de tensiones. Con la sucesión garantizada en el Príncipe de Asturias y en los herederos de éste, el Rey puede contemplar con satisfacción una obra extraordinaria.
Como la Historia no tiene fin, hay otros problemas en el horizonte. El Estado de las autonomías es uno de ellos. No era un simple proceso de descentralización, que podía haber dado pie a una democracia federal de hecho, aunque no de nombre. El Estado de las autonomías, tal como se desarrollaba a partir de la Constitución, llevaba también a una nueva configuración de España en la que deben tener cabida identidades, nacionales o no, que se han venido consolidando en estos años. El peligro consiste en que se siga ahondando en lo que nos separa, y no en lo mucho que nos une. La Corona, que es aquí la principal garantía de unidad, debe ser también, en este punto, parte de la solución. La lealtad a España durará lo que dure la lealtad a la Corona, y la Corona deberá esforzarse por ayudar a la renovación del pacto constitucional –nada agotado– teniendo en cuenta el pluralismo y la diversidad de la España que ha surgido desde entonces.
Otro desafío consistirá en retomar la línea de reformas que abrió la Transición y que en los últimos años, bajo el Gobierno de Rodríguez Zapatero, se ha visto interrumpida y sometida a un designio político que parece querer superar la Constitución de 1978. Un sistema democrático es por naturaleza un sistema plural, construido para facilitar la alternancia. Nadie tiene la legitimidad absoluta, como lo ha pretendido Rodríguez Zapatero, que se ha empeñado en gobernar con los nacionalismos radicales, en particular con los republicanos, y contra el Partido Popular. También aquí la Corona tendrá que colaborar en la restauración de un sistema seriamente dañado por la voluntad de volver a épocas de exclusión y de intolerancia.
Nuevos retos
Hay otros desafíos que surgen, precisamente, del éxito previo. Habrá que encontrar fórmulas que permitan recuperar el crecimiento económico, conseguir un Estado de las autonomías sostenible, sin los derroches de estos años, y salvaguardar lo que es importante de verdad en el Estado de bienestar. La democracia en España se ha venido identificando con una generosidad desmedida en el uso del dinero público. Por primera vez, España se enfrenta al reto de una economía completamente abierta, en competencia con todos los países del mundo. Habrá que volver a la negociación, al pacto y al consenso. Discretamente, la Corona tendrá que hacer su papel.
Se dice que la opinión pública española es poco exigente, poco independiente. Probablemente es al revés. Ahora mismo, y ante la gravedad de la crisis económica y política, los españoles están pidiendo unidad, consenso, diálogo. La reaparición de la palabra patriotismo y de los símbolos nacionales así lo indica. La monarquía es la mejor institución para dar cauce a esta demanda profunda. Si consigue que así sea, y no hay razones para dudar que lo consiga, la Corona tiene un porvenir tan brillante como los últimos treinta años y, más allá, los muchos siglos que llevamos los españoles constituidos en un gran reino y una gran nación.
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