Cataluña
Amor y muerte en la Fiesta por Manuel Calderón
Hace unos días, Mario Vargas Llosa dijo que los toros se perpetuarán, que por encima de los que anuncian su final, continuarán. Un acto de fe, o de optimismo, sustentado en la creencia de que los toros, o la tauromaquia, es un arte puro y el arte no muere. Ni siquiera se transforma. Desaparece, se esconde en nuestra rutina artificial de depredadores urbanos, vive en el submundo de los sentimientos, como el cine, la literatura o una simple melodía. El optimismo del Nobel –un Nobel, por cierto, de carne y hueso, como pocos– es bien conocido, aunque se olvide que no lo es por ninguna suerte de embobamiento antropológico, sino por el principio de libertad que dice que lo que el hombre crea con amor –amor y muerte– aguantará las enbestidas del tiempo. Pero cuidado con el tiempo, porque se corre un riesgo mayor que la muerte: la degradación. La prohibición de los toros en Cataluña advirtió a la afición de que sólo la búsqueda de un toreo genuino –y de un toro educado para morir– puede salvar la fiesta del espectáculo de su propia decadencia. Anunciar el final de los toros –o del libro, o del cine– es la tarea de los agoreros, siempre cariacontecidos viendo las ruinas desde la barrera, apuntándose a lo nuevo sin saborear ni lo viejo ni lo que está por venir.
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