Ley Antipiratería
Nada más que justicia
La reputación importa, también en el ejercicio de la función pública, y muy en especial en la Justicia. Pero el que suscribe –que ha dedicado muchos de su esfuerzos a poner en valor la imagen de la Justicia, fundamentalmente a través de la transparencia de su gestión– defiende que nunca a costa de la propia Justicia y sobre todo de la verdad. Hasta hace poco en la mayoría de las sociedades occidentales el status social de la Justicia era ambiguo y su importancia era afirmada de forma tan rutinaria como insustancial. La importancia de la Justicia se basaba en su poder simbólico a través de columnas, enormes escaleras de granito o mármol y una estatua con ojos vendados, balanza en mano. Ocupaba pues un lugar elevado y noble, si bien la institución, en la práctica tenía una influencia limitada, y ello porque su actividad diaria giraba en torno a gentes de dudosa consideración social, denominados pleitistas y delincuentes. Esta imagen determinaba a los usuarios de la Justicia de aquellos tiempos, como gentes metidos en pleitos, lo cual te relacionaba con enredadores y maleantes, de tal modo que en la sociedad se instauró el principio de que cuanto más lejos de la Justicia, mejor. Hoy en día ésta parecía superado. La Justicia administra un derecho fundamental, la tutela judicial efectiva, donde el ciudadano acude a reclamar la afirmación y defensa de sus derechos, el respeto de sus garantías, en suma, la instancia que repone todo a su justo estatus. Es muy importante que esta imagen sea percibida por los ciudadanos, y sobre todo que crean en que la Justicia es igual para todos y en todos los casos, ahora bien no sólo porque ésta sea la percepción el ciudadano, sino y porque además, obedece a la realidad. En España, a pesar de ello, nos encontramos con constantes actos y declaraciones que parecen poner en constante cuestión a la Justicia ante los ciudadanos y ello a veces ni tan siquiera con fin alguno. Si analizamos nuestro sistema de Justicia, y las decisiones que se han adoptado en los últimos años, podemos llegar a la conclusión de que la peor imagen de la Justicia se produce cuando algún responsable político está relacionado con el asunto, bien directa o indirectamente, y esto alcanza su paroxismo cuando además la decisión trasciende lo personal, y tiene claras consecuencias políticas. Los afectados y sus defensores, no tienen límites, son capaces de poner la institución en la picota, de remover sus cimentos, sólo por obtener algún tipo de rentabilidad política. Se cuestionan a los jueces decisiones, se les vilipendia, se les insulta, si bien es cierto que esto se presenta desde de una concreta posición ideológica con una extrema virulencia; así nos encontramos con calificativos tales como «ultraconservador», «afín a tal partido», «partidario de», etc.; no hay límites, no hay reparos, todo vale con tal de conseguir ventaja política. Pero a veces se coadyuva desde dentro del propio sistema, lo cual si cabe, hace más daño al mismo, pero estas actuaciones deben ser corregidas desde el propio proceso, sin debates públicos. Queda mucho por hacer, y sobre todo, queda mucho que combatir, pero estos abusadores del sistema no van a ganar, por más que sirvan del mismo, siempre quedarán jueces en Berlín, que nos les quepa duda. Decía Víctor Hugo que no hay más que un poder, la conciencia al servicio de la Justicia, y no hay más que una gloria: el genio, el servicio de la verdad, y esto se impondrá. Aquellos que caen en la tentación de utilizar su poder para sustraer a la Justicia de su cometido, deben saber que se enfrentan a una mayoría de jueces imparciales, que mantienen una posición de igualdad entre las partes, conduciéndose sin perjuicio alguno; su imparcialidad está asegurada por su sensatez, honestidad e integridad; jueces que aseguran el predominio de la Ley en sus decisones, sin admitir intromisiones de cualquier clase, y especialmente aquellas que por razón de la responsabilidad profesional que se le tiene encomendada, tiendan a subordinarlo o a hacer que sus decisiones no sean neutrales. Esto es imparcialidad e independencia, y nadie debe buscar otro tipo de jueces, éstos son los que se encontrará, los que resolverán las cuestiones que les son confiadas, recurriendo únicamente a la Ley, y a su reserva ética y moral. Nadie, tanto desde dentro como desde fuera del sistema, debería tener miedo a la estricta aplición de la Ley, sobre todo cuando ésta es fácilmente interpretable, sin necesidad de buscar dudosos argumentos protojurídicos, basados en necesidades personales y puntuales. No hay que tener miedo a los Tribunales ni a sus decisiones, lo cual no impide criticarlas y cuestionarlas. Pero para ello es necesario como mínimo, esperar a que se adopte, y no hacer insensatos juicios de valor sobre la base de meras e imprudentes especulaciones.
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