España
Funeral berlanguiano
El día que murió Berlanga se preparaba un gran festejo nupcial en la familia. Ya estaba apalabrado el convite en un club con sus paellas, viandas diversas y bebidas a go-gó. Pero él tuvo que convertirlo en otra cosa, porque, desde luego, la muerte berlanguiana no podía ser una muerte cualquiera. Tenía que convertirla en una de sus películas. Igual al argumento de uno de los capítulos de la última serie que proyectó, «Las ceremonias», o parecida también a la situación de «Vivan los novios», donde tenían que guardar a la madre ahogada en Sitges con arponazo incluido en una bañera con hielo mientras se celebraba la boda. Al final el que hubo de ser conservado en hielo con fiebre y síncope fui yo.
Así que los invitados al ágape sirvieron de primer cortejo velatorio, se hicieron subir paellas y aperitivos del club y aquello acabó convirtiéndose en un festejo caótico y coral que parecía dirigido por el autor de «Plácido», muriéndose de risa desde su lecho con su traje de cachemire, con señoritas pidiendo anís, perritos ladradores y marquesas piripis, entregados todos en un momento dado a la búsqueda de una trufa blanca (que tanto gustaba al maestro) que alguien había tirado por ignorancia.
Él no se quería morir y si se murió fue para seguir dirigiendo una realidad sostenida en el absurdo. Seguro que eligió un día frío y lluvioso para fastidiar a los actores. Especialmente cuando empezaron a aparecer las autoridades a darle al acontecimiento el inevitable aire pomposo, con su punto de cursilería, que toda la vida había ridiculizado. Su ideal hubiera sido que, en vez de entrar él en la fosa, se hubiera caído dentro alguien mientras pronunciaba un discurso. Y es que aunque él desaparezca, lo bueno es que España seguirá siendo berlanguiana, y todavía quedan muchas películas de Berlanga por hacer, aunque sólo fuera reviviendo tantos y tantos proyectos y guiones que se quedaron en el camino.
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