Barcelona

Vivir sin verte torear

«Vivir sin torear no es vivir», dijo antes de reaparecer en Barcelona, aquel ya lejano 17 de junio de 2007. Y volvió a la vida y nos la alegró a unos cuantos, cientos, miles de aficionados que, el alma marchita, el orgullo herido, transitábamos por nuestro purgatorio rodeados de insultos y amenazas de gentes incapaces de respetar nuestras aficiones, nuestras pasiones, las nuestras y la de nuestros mayores, algo sagrado para algunos.

 
 larazon

Volvió a la vida y muchos con él, frente alta, pecho fuera, orgullosos de nuestra afición, protagonistas por una vez de las charlas familiares, las reuniones de amigos, los medios de comunicación, la opinión pública. Los toros, de nuevo, los toros. Y vivió y vivió, y toreó y toreó, nos hizo disfrutar cada tarde, cada feria, aunque él no pensaba en nosotros, sino en él, en su vida, en su ser. Toreó para llenar su espíritu, cada tarde, cada toro. Pensando en él. Pero una noche, tras cortar cuatro orejas en Las Ventas, ya en el hotel, hablando, se le acercó un señor muy mayor:

–Maestro. Es usted lo más importante que estos ojos llorosos han visto en su vida.
–Muchas gracias, señor, de corazón.
Me miró y me dijo muy bajito, susurrando:
–Por esto es por lo que todo merece le pena.
Por él y por los demás. Viviendo, toreando, y soplando vida a los demás. Venciendo a la propia muerte una vez, dos veces, tres veces. Pero nunca al tiempo.

Hoy, con la cara avejentada, el pelo cano, el cuerpo lleno de cicatrices, se anuncia y vas allí con la ilusión del adolescente en su primera cita con la chica más guapa de la clase; lo ves, sufres, tiemblas, sientes, disfrutas, gritas, callas, tragas, aplaudes. Y, cuando todo termina, siempre deseoso de verle salir por su propio pie, el mundo se te viene abajo porque lo que has visto nunca más se repetirá, porque has consumido una hoja de tu historia y de la Historia en este caso, algo ya irrepetible. El toreo, señoras y señores. Un arte efímero incomparable a ningún otro arte. Un arte que se aprehende en el momento, no al final, sino en el transcurso. Un arte que no se entiende por la televisión, por la que se ve pero no se siente; un arte al que solamente podría acercarse el teatro o la ópera, con la salvedad de que aquí, ya lo sabemos, se muere de verdad. Un arte que hay que entenderlo.

Termina la tarde, observas cómo se marcha, bien andando bien en hombros, y de repente tu espíritu se oscurece: sientes tu cara avejentada, tu pelo cano, el corazón lleno de cicatrices, porque sabes que nunca más podrás repetir ese momento. Que cada tarde será una más, sí, pero también una menos. Tratas de agarrar el momento, detener el tiempo y ves cómo se escapa entre el inverosímil hueco de esas ajustadísimas gaoneras, de esos ceñidísimos naturales. Vivir sin torear no es vivir, dijo el maestro. Vivir sin verte torear no es vivir, decimos nosotros, entusiasmados cada tarde y abatidos cada noche, sabiendo que –la contradicción humana– cuando dejes de torear, esperando con todo el alma que sea por propia decisión, todos moriremos un poquito. Viviremos, claro, pero mucho peor. Viviremos sin verte torear y eso no es vivir.