Crítica de cine
«El ladrón de palabras»: El infierno del plagio
Dirección y Guión: Brian Klugman y Lee Sternthal. Intérpretes: Bradley Cooper, Jeremy Irons, Dennis Quaid, Zoe Saldana. EE UU, 2012. Duración: 102 minutos. Drama.
Ambición no le falta a «El ladrón de palabras»: su objetivo es darle vueltas a las consecuencias morales del plagio mientras medita sobre si el arte y la vida son igual de capaces de ponerse de rodillas ante la verdad. La película se estructura en forma de juego de cajas chinas, un relato desencadena otro y luego otro hasta que éste remite ambiguamente al primero. Hay un marco que se desarrolla en profundidad, de modo que, narrativamente, los debutantes Klugman y Sternthal sugieren que la verdad, esa quimera que busca todo artista, está en el doble fondo de las cosas, en el espejo de lo real.
La película se esfuerza en que los tres pisos del relato se comuniquen con soltura, rimen sin asimetrías siguiendo el modelo propuesto por Stephen Daldry en «Las horas». Fallan algunas variables de la ecuación: el repentino acoso de una estudiante de literatura al autor consagrado que interpreta Dennis Quaid es una impostada argucia de guión, es imposible creerse a Bradley Cooper como escritor atosigado por la culpa por mucho que intente ponerse el disfraz de bohemio sensible y el París que evoca el manuscrito objeto de plagio es tal colección de clichés que tiene la vitalidad de un museo de cera.
«El ladrón de palabras» se plantea unas cuantas preguntas pertinentes sobre los misterios de la literatura. Si rescribiendo «El Quijote» Pierre Menard se condenaba a repetirlo palabra por palabra, ¿no será que el plagio (o la copia) es un arte en sí mismo? ¿La confrontación con lo real legitima la obra creativa? ¿Cuál es la unidad de medida del talento? ¿Es cierto el tópico que dice que la literatura nace con la experiencia, que hay que saber de lo que se habla para que las palabras respiren sin pulmón de acero? Qué pena que sean preguntas con respuestas a medio hacer.
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