Muere Thatcher

El golpe de estado a la Dama de Hierro

Hace 20 años, Margaret Thatcher, que tuvo muchos enemigos, jamás se imaginó que el más peligroso estuviera en su partido y la echara del poder

Margaret Thatcher, en 1985, cuando todavía tenía las llaves del 10 de Downing Street
Margaret Thatcher, en 1985, cuando todavía tenía las llaves del 10 de Downing Streetlarazon

La leyenda popular cuenta que la Dama de Hierro abandonó en número 10 de Downing Street por las famosas revueltas de 1990 contra la «poll tax». Pero eso fue tan sólo un mito promovido por los Laboristas y asumido por aquellos «tories» cobardes que no reconocían que habían sido ellos los que acabaron con su líder. Esta semana se cumplen 20 años del particular golpe de estado contra la mujer que cambió el rumbo de las islas.

Un partido destituye a su representante cuando le quiere castigar por algo. Pero el caso de Thatcher fue atípico. Su currículum era impecable. Había ganado tres elecciones, se había convertido en la primer ministro que más tiempo llevaba en el cargo del siglo XX y había sobrevivido a una revuelta interna imponiendo su autoridad. Su gran error, paradójicamente, fue poder ganar otros comicios.

Los altos cargos del Partido Conservador no temían que Thatcher los llevara a la derrota en las urnas, lo que les preocupaba era que consiguiera un cuarto mandato. Aquello llevaría a la celebración de un referéndum para meter a Reino Unido en la zona euro. A la Dama de Hierro le horrorizaba la idea de la Europa federal y la moneda única, y se daba por hecho que la consulta popular terminaría con un «no». Los planes europeístas de Geoffrey Howe y Michael Heseltine –dos pesos pesados conservadores– se irían por tanto al traste.


Ambiciones personales
Por otra parte, la victoria también llevaba implícita la falta de oportunidad para meter savia nueva. Muchos querían ascender en sus puestos y dar un giro al partido. Por tanto, pese a que las revueltas de 1990 sembraron el miedo en las bases «tories», la batalla interna fue dirigida desde la élite, capitaneada por aquellos que irónicamente recibían en el Parlamento el nombre de «los Honorables amigos».

La mañana del 22 de noviembre, Thatcher se levantó temprano, como era habitual en ella. A las 7:30 horas llamó a su secretario privado para comunicarle su dimisión. Llevaba a sus espaldas muchos días de presión. Presión muy distinta a la que había vivido durante los años al frente del Gobierno. A las 9:00 se comunicó la decisión al Gabinete y más tarde a la Cámara de los Comunes.

Siguiendo la fría tradición británica, tras la gran noticia se siguió el orden del día como si nada hubiese pasado. El tema que había que abordar era la Guerra del Golfo. La Dama de Hierro lo había preparado al detalle, como de costumbre. Aquella tarde, respondió con un estilo que superó sus días más gloriosos. «Para mí, en aquel momento, cada frase formaba parte de mi alegato ante el tribunal de la historia. Era como si estuviese hablando por última vez, y no sólo por última vez como primer ministro. Y aquel poder de convicción se pudo transmitir y grabar en las mentes de quienes estaban en la Cámara», dice en sus memorias.

Los quince años siguientes a la salida de Thatcher fueron una auténtica guerra civil para el Partido Conservador. John Mayor acabó como líder para parar a Michael Heseltine. William Hague y más tarde Iain Duncan hicieron lo mismo para detener a Ken Clarke. Era una guerra sucia y un sistema envenenado. La fama de «Nasty Party» (Partido Asqueroso) no se ganó a la ligera.

Cameron se convirtió en el primer líder que no venía marcado por aquellas batallas internas. Había pasado suficiente tiempo y los «tories» volvían a estar preparados para volver a Downing Street. La última vez que Thatcher cerró tras de sí la puerta del Número 10 fue el 28 de noviembre de 1990. «El equipaje estaba hecho. Bajé de mi apartamento al estudio por última vez para comprobar que no se nos olvidaba nada. Me produjo una fuerte sensación ver que no podía entrar porque ya se me había retirado la llave», explica en sus memorias. Fue imposible reprimir las lágrimas. Saludó a la gente que la esperaba y se metió en un coche acompañada por su inseparable marido Denis para partir «hacia el destino desconocido que pudiera deparar».

Con ella se trasladaron un puñado de secretarias. En sólo unos días quedaron saturadas por unas 60.000 cartas, la mayoría de apoyo, que llegaban de un público que no podía creer lo ocurrido.