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La Razón
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Esta semana he ido al dentista. Yo podría escribir perfectamente de la «Conferencia de Paz» del País Vasco en vez de hacerlo de la idiotez elegida, pero, como siempre, prefiero la opción más arriesgada: mi boca. Vamos a ver, mi boca (mirando abajo) tiene un hueco por una extracción (o jodienda), una simpática cicatriz (gracias a una muela del juicio tumbada), muchos empastes y un cacho de encía retraída, como si estuviera avergonzada. Por arriba, sin embargo, lo que nos acontece son unos dientes puestos como el que tira una montera, es decir, han caído según la suerte de cada uno, o sea, mal. Mi dentista (angelical), muy suavemente, me ha propuesto que haga algo con esos paletos (son paletos, claramente) y con los colmillos, uno de ellos con voluntad de mirar al resto de piños como por encima del hombro. Un cuadro, vaya.
Unos días antes y gracias al regalo de una amiga esteticista, me sometí a un tratamiento embellecedor de ojos, concretamente, de patas de gallo. Sin agujas, porque, de lo contrario, y dada mi clase, podría terminar como Carmen de Mairena. El tratamiento incluye un rellenador de líneas de expresión (en mi caso, barrancos canarios) y el surco del entrecejo, cuyo frunce deja un promontorio que ya quisiera Tabarca. Total, que me tumbo en la camilla, me atizan unos lodos y unas cosas que no veo, me levanto, me creo tersa, prieta, y, al día siguiente, me da una alergia que se me pone el careto como las obras del AVE.
Cuento todo esto mientras ojeo un estudio realizado por un prestigioso laboratorio farmacéutico con línea estética que asegura que el 72% de las españolas se sienten guapas y que el 50% trabajaría más horas para conseguir un sueldo que les permitiera pagar un tratamiento inyectable. Y una leche, con perdón. Todo esto lo dice un estudio realizado por un laboratorio que se dedica a la producción de tratamientos inyectables y lo ha hecho entre sus clientas, por si les había quedado a Vds. alguna duda. Estos días salta la noticia de que la pobre Demi Moore está a punto de mandar al guano al tonto de marido que tenía, ese pazguato llamado Ashton Kutcher, y que ha paseado a su señora presumiendo de ser capaz de amar a una mujer mayor mientras la dejaba aparentar ser menor que él. Ése es el error, que parecer más joven no es la solución, sino el inicio de una carrera absurda para tratar de disimular lo único que da al ser humano algo de interés: el paso del tiempo.
Me vengo arriba, me miro, bajo la vista, me veo un abdomen (barriga, tripón) como una abeja ponedora y me tengo que sentar del bajonazo moral que me atiza. Lo mío no es la estética. Eso lo dejo para la «Conferencia de Paz».