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Crónica de un temblor

«La mujer temblorosa»Siri HustvedtAnagrama240 páginas 17,50 euros

Siri Hustvedt está casada con Paul Auster
Siri Hustvedt está casada con Paul Austerlarazon

«La mujer temblorosa soy yo», asume Siri Hustvedt. Es lo más valiente cuando se es dueña de un sistema nervioso enemigo. «Soy mis dolores y todo lo que me pasa; rechazarlo sería expulsarme yo misma de mi propio ser». Así sella el pacto con «la otra» que tiembla dentro de sí. Su relato nos vincula a la narradora con un hilo plagado de asentimientos. ¿Quién no ha sentido el crujir de músculos al hablar en público? ¿Quién no se ha llevado el vaso al ojo en medio de una conferencia? Si la charla versa sobre tu padre muerto, los ingredientes están servidos. A partir de ese primer temblor arranca este ¿ensayo?, ¿autobiografía? ¿libro divulgativo?, ¿carrera de fondo contra su sistema nervioso? En el camino, todo vale para encontrar respuestas pues la escritora que duda, exige a los científicos que miren más allá de los protocolos fijados: conexiones entre cuerpo-alma, conocimiento de lo orgánico e inorgánico, la orilla izquierda y la derecha del cerebro, el sentido de los sueños, los antipsicóticos, la epilepsia, la psiquiatría, la antipsiquiatría y la neurología, el psicoanálisis... Incluso el maridaje de ambas llamado «neuropsicoanálisis». El resultado pasa por cuestionar los métodos de diagnosis, y a la manera de Susan Sontag en «La enfermedad como metáfora», reflexionar sobre cómo el paciente se ve afectado por la interpretación de sus males. Es la crónica de un temblor y la lucha contra la escisión del individuo que lo padece. Sólo logrará reunirse con su otra mitad en un pacto con el idioma. Una escisión del ego que la autora recompone con un psicoanalista, un neurocientífico y un psiquiatra. El resultado: sigue temblando. En el aire, las preguntas: «¿Tengo una enfermedad o soy una enfermedad». «¿Tengo doble personalidad: una temblorosa y otra que no lo es?». En ningún momento, la condición de «presunta enferma» arredra a Hustvedt, pues, en lugar de renegar de su única alucinación – «un hombrecillo y un buey, ambos de color rosa, en el suelo de mi habitación»– y sus eternas jaquecas, se alía con la incertidumbre para convertirla en materia vivífica y redentora. Después de concluir el libro con una prosa marcada por las relecturas de Emily Dickinson, Henry James y Jane Austen, uno tiene la sensación de que el dolor tiene dos aristas: la salvífica y luminosa y, de forma opuesta, otra que empuja hacia el sufrimiento y la impotencia. Hustvedt escora lo segundo y se ampara en los primeros, a través de la escritura que no es otra cosa que afrontar la muerte y aprender a vivir.